Columna

El placer de cortar y pegar

Esta historia tiene lugar en el barrio de Gràcia de Barcelona, en su retícula de calles estrechas, plazas cuadradas y talleres oscuros. En uno de esos talleres, cada vez más raros, hoy en día se siguen componiendo textos en una linotipia antediluviana. Si uno visita este último reducto, se encontrará con un tipo, el Guti, que con aires rumbosos y un gusto delicado le guiará por cientos de cajas repletas de formas y matrices tipográficas. Avanzada la visita, si uno le ha caído bien, quizá podrá ver además la magnífica colección de cenefas y adornos tipográficos que guarda en uno de esos cajones...

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Esta historia tiene lugar en el barrio de Gràcia de Barcelona, en su retícula de calles estrechas, plazas cuadradas y talleres oscuros. En uno de esos talleres, cada vez más raros, hoy en día se siguen componiendo textos en una linotipia antediluviana. Si uno visita este último reducto, se encontrará con un tipo, el Guti, que con aires rumbosos y un gusto delicado le guiará por cientos de cajas repletas de formas y matrices tipográficas. Avanzada la visita, si uno le ha caído bien, quizá podrá ver además la magnífica colección de cenefas y adornos tipográficos que guarda en uno de esos cajones. Se trata de unas cenefas diseñadas en su día por Ricard Giralt-Miracle y el Guti las heredó poco después de la muerte del gran tipógrafo y diseñador. El gesto fue sobre todo sentimental, pero también tiene algo de rito atávico: como si ese legado mantuviera de alguna forma encendido el fuego de una profesión castigada por el llamémosle progreso.

En cuatro días el Mac multicolor ha barrido el polvo de talleres y tipómetros grasientos
De las revistas ciclostiladas con empacho de tinta se pasó al papel cuché
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Como casi todo en los últimos 20 años, con la aparición de la informática, el diseño gráfico y la tipografía han sufrido una evolución tremenda. Cuatro días han bastado para que los Mac multicolores barrieran el polvo de los talleres y los tipómetros grasientos. Ahora parece que la pantalla tenga siempre la razón, pero lo cierto es que en nombre del grafismo cada día se cometen más horrores. Sin embargo, por azar o por necesidad, no todo está perdido y Barcelona conserva actualmente un contingente de buenos diseñadores que le tienen apego a la tradición. Sin movernos del barrio de Gràcia, sólo un poco más al norte, la tradición se llamó Ricard Giralt-Miracle (1911-1994). Lo han contado decenas de teóricos, de Enric Satué a Oriol Bohigas: fue él quien retomó el curso del diseño catalán, la herencia noucentista, después de la guerra de revistas como D'ací i d'allà. En la década de 1920, Giralt-Miracle se inició como aprendiz en Seix i Barral y con el arquitecto Josep Maria Sert, que lo puso en contacto con el racionalismo de la Bauhaus. Su formación, pues, aunaba el trabajo de taller con la concepción teórica del grafismo. En 1947, tras volver del exilio, fundó Filograf, un taller de artes gráficas que durante toda su vida mantuvo un aire de banco de pruebas para sus inquietudes visuales. Giralt-Miracle aceptaba encargos de corte muy diverso, pero su obra se rigió siempre por el mismo empuje: un ojo puesto en el arte y el otro en la funcionalidad. Bello pero con sentido. Realizó catálogos para Hispano Suiza, carteles para el teatro Romea, esas sobrecubiertas para las novelas de Simenon publicadas en los años cincuenta, libros para Seix-Barral o, a principios de la la década de 1970, las cubiertas para la mítica colección La Gaya Ciencia, que dirigía Rosa Regás. Una colección, además, que le permitió experimentar con otra de sus pasiones: la invención de alfabetos. Giralt-Miracle creó una letra especial para la colección, pero antes había rendido también otros homenajes a Gaudí o Xenius, con diseños que hoy en día siguen siendo tan válidos como entonces, de gran modernidad.

En los años ochenta, toda una generación de grafistas recogió el testigo de Giralt-Miracle y tuvo que buscarse la vida frente a los primeros ordenadores. Los hermanos Albert i Jordi Romero, Claret Serrahima, América Sánchez o Ricard Badia, entre muchos otros, pusieron la primera piedra para que el grafismo dejara de ser visto como algo elitista. De las revistas ciclostiladas con empacho de tinta se pasó al papel cuché. Se recuperó el gusto por la ilustración como elemento gráfico. Fruto de ese empeño, actualmente una nueva remesa de diseñadores convive y concurre con sus maestros. Sus nombres aparecen en los créditos de libros, carteles, flyers y trípticos: Rafamateo, Pep Montserrat, Enric Jardí, Miquel Puig o Typerware, por citar sólo algunos, son el relevo.

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De todos ellos, quizá Miquel Puig (Banyoles, 1966) es quien mejor ejemplifica la estela dejada por Giralt-Miracle. En su estudio, también en el barrio de Gràcia, Miquel Puig gusta de trabajar en papel, con maquetas, cortando y pegando de verdad, con tijeras y pegamento, y sólo cuando la idea empieza a funcionar en el papel, la confía al ordenador, que no es más que un instrumento. Sus creaciones juegan también con el humor -como el cartel del festival Grec de 1998, un fauno creado con dos pinzas de tender la ropa-, o con la combinación ingeniosa de soluciones tipográficas: lo vemos a menudo en las cubiertas de libros que diseña para la editorial Proa, pero también en su último gran hallazgo: el logotipo creado para el Año Gaudí 2002, y que le permitió ganar un premio Laus y un premio AEDP. Como en esa g manipulada hasta convertirse en algo gaudiniano, Miquel Puig encuentra a menudo en la forma de las letras una fuente de inspiración para su trabajo. Sin ir más lejos: hace unos meses, para completar el diseño de la cubierta de un libro, Miquel Puig caminó por Gràcia hasta el taller del Guti y le pidió unas matrices de letras. De vuelta a casa, las escaneó y empezó a buscar formas para jugar con ellas. En ese momento se cerraba el círculo.

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