Columna

El gruñón

Descubro en las calles una brutalidad nueva, civilizada y muda, nuestra, general. ¿Somos brutos? No: tememos la brutalidad del vecino. Estoy hablando de cosas corrientes, no pienso en guerras ni atracos ni puñetazos: sólo pienso en algo que podría ser llamado imperturbabilidad, firmeza en uno mismo, mala educación quizá. Uno va por la calle, por la acera minúscula de la ciudad veraniega, otro viene de frente. ¿Me cederá el paso? ¿Se lo cederé yo, que voy por mi derecha? ¿Me verá? No, no me va a ver. Le cedo el paso. ¿Da las gracias? No. Es del mismo talante que el individuo que pasó está mañan...

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Descubro en las calles una brutalidad nueva, civilizada y muda, nuestra, general. ¿Somos brutos? No: tememos la brutalidad del vecino. Estoy hablando de cosas corrientes, no pienso en guerras ni atracos ni puñetazos: sólo pienso en algo que podría ser llamado imperturbabilidad, firmeza en uno mismo, mala educación quizá. Uno va por la calle, por la acera minúscula de la ciudad veraniega, otro viene de frente. ¿Me cederá el paso? ¿Se lo cederé yo, que voy por mi derecha? ¿Me verá? No, no me va a ver. Le cedo el paso. ¿Da las gracias? No. Es del mismo talante que el individuo que pasó está mañana cuando abrí la puerta del banco: pasó, no dijo una palabra, no me miró (amablemente sólo se te acerca un mendigo o un vendedor: no los mires). Yo dije:

- De nada.

Uno cede el paso aquí y allí, siempre, incluso abre puertas. Pase, pase. ¿Recibe las gracias? Nunca. ¿Es prepotencia, soberbia, maldad? No. Es prevención hacia el vecino, miedo, pavor. No conviene hablar con extraños, ni mirarlos. No miramos, no hablamos: defendemos nuestro territorio, nuestra soberanía, medio desnudos en agosto, desnudos, arrasadores. Lo mejor es tener la mínima relación posible con el prójimo: ni se te ocurra cederle el paso, o abrirle una puerta, o hacerle sitio en la barra del bar o en la playa. ¿Y si le cedes 50 centímetros, y te da las gracias, te habla, se mete en tu vida, te asalta, te destruye?

El miedo a los más próximos desata reacciones insospechadas. Seguí hace meses la guerra inexplicable de las cajas de ahorros de Sevilla (ya nadie se acuerda: aquello afectaba poco a la vida verdadera, es decir, los créditos, las hipotecas, las mezquindades bancarias), un caso de amigos antiguos convertidos en enemigos acérrimos, con espionaje entre socios, como entre amantes en crisis, que incluso salpicó al masajista y al entrenador del equipo de baloncesto. Éstas son las cosas que hoy quedan de la guerra de las cajas de Sevilla. ¿Qué pasó? El motivo real de las guerras nunca es el declarado por el Estado Mayor, y en las batallas matrimoniales sucede exactamente lo mismo: el aire que levanta una página de periódico puede provocar una trifulca doméstica y sanguinaria, pero uno intuye que los dos que así pelean están debatiendo otra cosa, indecible, mucho más vieja, enquistada en sus vidas.

¿Los que tenemos más cerca son los más temibles? Veo a ese político municipal de Almería, del Partido Popular, antiguo alcalde de la ciudad: no lo quieren meter en las listas de candidatos y ha descubierto de repente que los de su partido son unos mentirosos. Lo han estado engañando durante once años, dice. ¿Le decían que era un alcalde estupendo? ¿Engañaban a la población cuando el engañado era la voz del partido en el municipio? ¿Él era la voz de la mentira? ¿Los más próximos son los que más daño pueden hacernos? Una idea así justificaría el comportamiento de mis conciudadanos (ya estoy otra vez en la calle), la ferocidad regia con que avanzamos impávidamente, esa especie de egocentrismo reconcentrado, espléndido aislamiento sonámbulo. (Dios mío, cada día soy más gruñón. Pase, pase.)

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