Columna

Este dinero apesta

Normalmente, cuando los madrileños llegamos a la costa, huele mal. Algunos creen que ese aroma un poco a podrido que dificulta el aire viene del océano, que sale del marisco, del yodo y del salitre o es un perfume hecho con los despojos del pescado, las conchas de los centollos y la madera húmeda de las barcas. Pero no, lo cierto es que el hedor no sale del mar, sino de los bancos, proviene del dinero negro que una gran parte de los propietarios y las agencias inmobiliarias nos sacan a los infelices que queremos pasar, precisamente en esta época que se conoce con el nombre perverso de t...

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Normalmente, cuando los madrileños llegamos a la costa, huele mal. Algunos creen que ese aroma un poco a podrido que dificulta el aire viene del océano, que sale del marisco, del yodo y del salitre o es un perfume hecho con los despojos del pescado, las conchas de los centollos y la madera húmeda de las barcas. Pero no, lo cierto es que el hedor no sale del mar, sino de los bancos, proviene del dinero negro que una gran parte de los propietarios y las agencias inmobiliarias nos sacan a los infelices que queremos pasar, precisamente en esta época que se conoce con el nombre perverso de temporada alta, unos días de descanso en la playa. Es curioso que, en un país donde el turismo es una fuente de ingresos básica, a nadie le apetezca o le interese investigar a fondo el asunto. ¿Por qué? ¿Qué les pasa? ¿Por qué no se da alguien una vuelta por los litorales españoles y ve lo que vemos todos? ¿Por qué cuando yo me encuentro un euro por la calle lo tengo que declarar a Hacienda y, sin embargo, hay gente que gana millones con el negocio de los alquileres veraniegos y, con toda la impunidad del mundo, defrauda hasta la última moneda de su botín? Qué negocio tan limpio, rápido, hecho sin facturas y sin dejar huellas, un delito tan dulce y digerible como una fruta sin hueso. Hay que ver, tanto vigilar y perseguir a los parados y resulta que, unos kilómetros más allá, le dan al Estado un timo tan evidente y tan repetido que hasta tiene una expresión propia que lo defina: hacer el agosto.

Bueno, pues hoy es día uno y los madrileños hemos llenado el coche de maletas, hemos puesto música jamaicana en el radiocasete y nos vamos a la playa justo a eso, a que nos hagan el agosto. Sin problemas. Hay que tomárselo con filosofía, meterse en un buen karma, reírse en los atascos y pagar sin aspavientos lo que nos pidan. ¿Qué quieren, estar amargados todas las santas vacaciones?

- Buenas, venía a que me hiciera el agosto, por favor.

- ¡Sí, sí, bueno, ahora mismo se lo hago! Pero sin prisas, ¿eh? ¡Vaya con los madrileños, qué se habrán creído, siempre avasallando!

De todas formas, da igual, porque todo eso no nos ocurre a nosotros, sino a unas personas que usan nuestro nombre y pagan con nuestros cheques pero no llevan nuestra vida, no siguen nuestro ritmo ni duermen en nuestras camas, ni siquiera se visten con nuestra ropa, sino con pantalones cortos, gorros inverosímiles, chancletas y camisas hawaianas; es gente que ha olvidado los números de teléfono que nosotros nos sabemos y a la que Madrid le parece un lugar remoto y casi ficticio desde el instante en que cambia el metrobús por unas gafas de bucear. Qué felicidad, hacer todo esto invisible con sólo abrir los ojos en otra parte.

Bueno, pues el dinero negro apesta, pero nadie lo huele, y eso que los euros se descomponen a una velocidad mayor que las pesetas, quizá porque los piratas, siempre oportunos, los redondean de veinte en veinte. Es agosto y hay que retocar los precios. ¿No vivimos en la sociedad del libre mercado? Además, el invierno es muy largo y hay que exprimir ahora todo el zumo que se pueda. En la isla de Formentera, donde yo veraneé los últimos años, los nativos ni siquiera se cobraban entre sí durante los meses de junio, julio y agosto: se lo apuntaban para cobrárselo unos a otros en octubre, a su precio real, cuando nos hubiéramos ido los imbéciles. A ti, pero qué te habrás creído, te cobraban el doble y no sonreían. En otra isla, la de Menorca, te cobran por bañarte en las playas. La cosa es ilegal, desde luego, porque las playas son de todos, pero lo solucionan muy bien: ponen una entrada a dos kilómetros del agua y lo que te cobran, según ellos, es el paso del coche por sus propiedades. Puedes pagar y enfadarte o no pagar e ir andando los dos kilómetros, a cuarenta y tres grados y cargado de sombrillas, bolsas, niños, toallas...

Para los que hoy se van, dispuestos a olvidarse de sí mismos durante una temporada para sentir, al volver, la deliciosa rareza de volver a ser ellos, se me ocurren dos consejos: por el camino, conduzcan con toda la precaución del mundo y, cuando lleguen, no se dejen aplastar y tomen nota, porque si todos denunciamos los abusos, igual los detenemos. Ya saben que Hacienda somos todos.

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