Tribuna:

Confusas definiciones

Dice Woody Allen que le dan ganas de invadir Polonia cada vez que escucha a Wagner. Es comprensible, a todos nos pasa algo parecido con determinados personajes u objetos. A mí, sin ir más lejos, me dan ganas de hacer una huelga general cada vez que veo a Pío Cabanillas por la tele. No es racional, lo sé, pero no puedo evitarlo. Me recuerda tanto a Vicentín Gómez, un compañero de clase del instituto Jorge Juan de Alicante (más conocido como el chivato de Guardamar), que no me importaría que se le rompieran las gafas al levantarse de la cama y no pudiera leer las consignas de Pedro J. hasta muy ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Dice Woody Allen que le dan ganas de invadir Polonia cada vez que escucha a Wagner. Es comprensible, a todos nos pasa algo parecido con determinados personajes u objetos. A mí, sin ir más lejos, me dan ganas de hacer una huelga general cada vez que veo a Pío Cabanillas por la tele. No es racional, lo sé, pero no puedo evitarlo. Me recuerda tanto a Vicentín Gómez, un compañero de clase del instituto Jorge Juan de Alicante (más conocido como el chivato de Guardamar), que no me importaría que se le rompieran las gafas al levantarse de la cama y no pudiera leer las consignas de Pedro J. hasta muy avanzada la mañana.

En la cotidiana tertulia político-deportiva interdepartamental que tiene lugar en la Facultad de Economía, durante los quince minutos reglamentarios del desayuno, se discute mucho acerca de la crisis de las ideologías, así como de la cada vez más confusa delimitación entre izquierda y derecha. Ambos asuntos son complejos, sin duda, y por mucho que nos empeñamos no ha sido posible conseguir todavía suficiente evidencia empírica, ni resultados teóricos contundentes dignos de ser divulgados; al menos más allá de los límites marcados por la teoría del caos y la inteligencia emocional. El problema puede resumirse de la manera siguiente: sabemos que existen personajes, como Cabanillas, que son de derechas (de eso nos damos cuenta nada más verles o escucharles), y, sin embargo, desde el punto de vista académico, nos cuesta mucho demostrar el por qué, al menos con el necesario rigor exigible a un científico; aunque éste no pase de simple economista.

Para empezar, las personas de derechas suelen ser educadas en las formas, visten impecablemente, y su aspecto es impoluto, por lo general. Cierto es que tienen una desagradable preferencia por las corbatas de intenso color, los cuellos de las camisas anudados por encima de la nuez, las chaquetas de botones dorados, los zapatos náuticos y el pelo excesivamente brillante (ligeramente encrespado a la altura del cogote); pero salvando estas excepciones, nada hay de censurable en ello. Es más, algunos, desde la izquierda, deberían tomar buena nota y aprovechar la tesitura para promover un cambio radical en su imagen; mayormente porque aún hoy parecen sacados directamente de las calles del París de Mayo del 68, tras cinco intensas jornadas de comuna intelectual sin servicios mínimos.

En todo caso, no puede asegurarse que estos rasgos formales externos actúen como indicadores precisos de su condición de derechas. El problema es que tampoco parece clara la cosa si nos atenemos a su mundo interior, porque a juzgar por sus expresiones públicas, las personas de derechas son, desde hace algún tiempo, tan solidarias como el que más, se reclaman demócratas de toda la vida (a pesar de su escasa tradición familiar), e incluso, en ocasiones, llegan a comprender un cierto regionalismo periférico bien entendido. Poca sustancia, pues, puede obtenerse de ello; cualquiera que hoy se reclame de izquierdas puede llegar a compartir perfectamente tales convicciones sin necesidad de dimitir de su radical condición.

Tal vez donde más hondura de análisis pueda conseguirse es en el terreno de sus acciones, o, mejor dicho, en la motivación que se supone a sus acciones. Aquí la confrontación, en principio, parece más enjundiosa; pero sólo en principio, porque a poco que se profundice acaba resultando, así mismo, escasamente concluyente. Por ejemplo, si bien la reducción de impuestos que proponen podría entenderse, en una primera lectura, que persigue beneficiar a los más pudientes (como sostiene la oposición), ellos mantienen, con aplomo envidiable, que se hace justamente para todo lo contrario: estimular la productividad, crecer más y crear más empleo (lo que suele ser más bien ventajoso para los pobres). ¿Cómo distinguir, desde la perspectiva económica, la posición correcta? Fácil, desde luego, no es.

Se dice también que privatizan para repartir pingües negocios a sus amigos, como afirma Jordi Sevilla y algún otro de su cuerda ideológica, pero ellos responden, al modo tecnócrata, sin mover un solo párpado, que es para estimular el mercado y la eficiencia. Y a los hechos se remiten. Promocionan la televisión basura, pero no por algún maquiavélico fin alienante, sino, sencillamente, porque la gente quiere basura. A fin de cuentas ¿no es esto lo que confirman cada día los indicadores de cuota de pantalla, fiel reflejo del principio de soberanía del consumidor? Se podrá estar en desacuerdo con tal política, pero no me negarán que el razonamiento resulta impecable para cualquier discípulo de Adam Smith.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Cierto es, confiesan, que las rentas del capital se gravan con un máximo de 15% y las del trabajo, con un 45%, pero, contra lo que pudiera parecer, lo que se persigue con ello no es beneficiar a los rentistas, sino estimular el ahorro y la inversión (y por tanto el trabajo). Algo enrevesado quizá, pero razonable, al menos, sí parece. Por otra parte, es verdad que cada vez pagamos más impuestos indirectos (sobre el gasto) que directos (sobre la renta), pero por una razón muy simple: resulta menos doloroso para las familias de baja renta hacerlo así. Pagan más, sí, pero como no se dan cuenta, se cabrean menos, y, por tanto, viven más felices. ¿Alguien en su sano juicio, por muy de izquierdas que sea, puede ser lo suficientemente torpe como para cambiar el sistema?

En definitiva, que al asunto éste de las definiciones ideológicas, hoy por hoy, le falta sustancia teórica y le sobra intuición y prejuicios. Me temo, pues, que hay tema de conversación para varios lustros más. Mientras tanto, aquellos que se consideren de izquierdas (vaya usted a saber por qué) podrán seguir tachando a éste o aquél personaje como de derechas, pero deberán asumir que ello no pasará de ser una mera apreciación superficial, sin fundamento científico alguno. A lo más que se podría llegar hoy, con cierta solvencia argumental, es a calificar a Piqué de pardillo por la tomadura de pelo a que le han sometido los británicos en las conversaciones sobre Gibraltar; pero, para desgracia de Zapatero y los suyos, ni siquiera el término pardillo es exclusivo de la derecha.

Claro, que el verdadero problema de fondo es que si las cosas no están totalmente claras a la hora de definir con precisión los perfiles de la derecha, imagínense lo que puede llegar a pasar con la izquierda cuando se ponga a lo suyo. ¿Lo adivinan?... Efectivamente; acertaron de pleno.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

Archivado En