Columna

Cardos

Una reciente investigación científica ha descubierto que en zonas llanas, fértiles y bien regadas, las plantas compiten entre sí ferozmente; mientras que en lo alto de las montañas, en condiciones duras y precarias, las plantas colaboran unas con otras para vencer al medio y persistir. Aparentemente debería suceder justo lo contrario: cuando todo sobra, ¿por qué no compartir? Mientras que la escasez extrema, ¿no podría despertar una avaricia defensiva? Pero no, es una simple cuestión de estrategia genética: toda planta está programada para multiplicar sus propios genes lo más posible, y para e...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Una reciente investigación científica ha descubierto que en zonas llanas, fértiles y bien regadas, las plantas compiten entre sí ferozmente; mientras que en lo alto de las montañas, en condiciones duras y precarias, las plantas colaboran unas con otras para vencer al medio y persistir. Aparentemente debería suceder justo lo contrario: cuando todo sobra, ¿por qué no compartir? Mientras que la escasez extrema, ¿no podría despertar una avaricia defensiva? Pero no, es una simple cuestión de estrategia genética: toda planta está programada para multiplicar sus propios genes lo más posible, y para este fin escoge la táctica que mejores resultados le proporciona. Si colabora con las otras en un medio hostil, es porque sin esa colaboración ella misma no podría salir adelante. Es puro egoísmo vital grabado en el ADN.

Este descubrimiento sobre los hierbajos resulta fascinante por el paralelismo que guarda con los humanos. Ya se sabe que, a medida que nos enriquecemos, sociedades e individuos nos vamos haciendo más miserables. Por ejemplo, en España el grupo más numeroso de entre las personas que se dedican a labores de voluntariado, invirtiendo más de doce horas a la semana para ayudar a los demás, está compuesto por mujeres con unos ingresos mensuales lastimosos que apenas si superan los 600 euros. Se diría que la abundancia va cubriendo nuestro corazón de capas de grasa, hasta hacernos incapaces de sentir el dolor ajeno.

Pero no creo que nuestros impulsos solidarios sean, como en las plantas, un ciego mandato genético. Otro estudio científico sostiene que la materia orgánica se ha ido diversificando, a partir de la primera célula común, por medio de elecciones esenciales. Y así, el reino vegetal habría elegido la longevidad, pagando el precio de la inmovilidad, la relativa insensibilidad, el aislamiento; y el reino animal habría preferido la movilidad, la emoción, la interacción, aunque eso conllevara una vida efímera. Es decir, habríamos preferido la pasión, aunque mate, aunque duela; y con ello también la compasión, que es la capacidad de sentir con el otro. Seamos animales, pues, y potenciemos esa función empática y solidaria que nos hace humanos. No nos convirtamos en impasibles cardos.

Archivado En