Columna

Huelga necesaria

En la primera mitad del siglo XX la noción de trabajador era asociada en el discurso de la izquierda a la de explotado, y una huelga general se contemplaba como instrumento para alcanzar una subversión definitiva del orden social. Ahora las cosas han cambiado radicalmente y millones de trabajadores sueñan con ser 'explotados', ya que el verdadero problema es no tener acceso al puesto de trabajo o lograrlo en unas condiciones angustiosas de precariedad. La hegemonía alcanzada por la mentalidad conservadora en este cambio de milenio no llega a borrar la realidad de que la mayoría de la población...

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En la primera mitad del siglo XX la noción de trabajador era asociada en el discurso de la izquierda a la de explotado, y una huelga general se contemplaba como instrumento para alcanzar una subversión definitiva del orden social. Ahora las cosas han cambiado radicalmente y millones de trabajadores sueñan con ser 'explotados', ya que el verdadero problema es no tener acceso al puesto de trabajo o lograrlo en unas condiciones angustiosas de precariedad. La hegemonía alcanzada por la mentalidad conservadora en este cambio de milenio no llega a borrar la realidad de que la mayoría de la población activa sigue siendo asalariada y que, si bien su nivel de vida tiene poco que ver con el de la era de los barracones, las relaciones de poder y las diferencias de retribución responden a una desigualdad cada vez más acusada. De ahí que la huelga general no sea la palanca para la 'liquidación social', sino la defensa de las posiciones mantenidas a duras penas por los trabajadores organizados en un medio político y económico hostil como el que ha hecho imprescindible la convocatoria del 20 de junio.

Aznar habla de reformas técnicamente necesarias y de intransigencia sindical. Lo primero posiblemente sea cierto, pero, como ocurre periódicamente con los temas de las pensiones y del contrato de trabajo, toda revisión debería apoyarse en un estudio científico cuyas conclusiones pudieran ser discutidas con sindicatos y patronal. En este caso, sin embargo, sólo ha habido descalificaciones, presentando a los parados como unos tipos que no quieren trabajar y que prefieren la sopa boba a costa de la sociedad. Sin duda habrá fraudes -y de forma mucho más grave en un PER que viene de otra época-, pero la solución no consiste en adoptar decisiones tan delirantes como las que encierra la idea en el proyecto de 'empleo adecuado'. Sancionar hasta excluir de la prestación al parado que no acepte sin rechistar una colocación a 50 kilómetros de su residencia, con tres horas de desplazamiento y un gasto de hasta el 20% de sus ingresos netos, responde a una filosofía de neoliberalismo salvaje destinada a acabar con el Estado de bienestar. Lo mismo sucede con la exigencia de que el parado acepte 'cualquier profesión que se ajuste a sus aptitudes físicas y formativas'. Estamos ante un cheque en blanco que la Administración se otorga a sí misma. Está claro que de este modo la economía del Inem será cada vez más saneada y el Gobierno podrá vanagloriarse de que la Seguridad Social pública produce beneficios, ya que ninguna angustia financiera justifica el contenido profundamente restrictivo del proyecto. Lo peor es que, en todos los órdenes, la política del PP sigue esa vía de rectificación respecto de sus promesas y actuaciones de centro-derecha en los tiempos en que carecía de mayoría absoluta en el Parlamento.

Aparicio nada tiene que ver con Pimentel. El buen gestor que parecía ser Rato descubre su fondo de señorito de Serrano en sus incalificables respuestas de las sesiones de control en el Congreso, y, por añadidura, se ve rodeado de escándalos. El antiterrorismo se convierte en explicación de todo y la política de inmigración va sustituyendo el criterio de regulación por el de prohibición, apoyado en un mensaje que proyecta sobre la población sombras xenófobas. Paralelamente, sobre el telón de fondo de las glorias de Aznar en la escena internacional, la comunicación social va hundiéndose en una interminable tómbola en torno al señor Matamoros y a Carmina Ordóñez, mientras Pedro Ruiz entrevista a Cruz y Raya en un ejercicio más de exaltación de la cultura y del ingenio; encima, Aznar se indigna ante la pérdida de imagen que ocasionará algo tan zafio como una huelga general.

En este cuadro resulta obvio que ha perdido razón de ser el diálogo social de la primera etapa de gobierno. La respuesta sindical es política en este sentido, y no en el de la torpe descalificación de Aznar y su ministro. Los sindicatos son conscientes del riesgo que asumen: 2002 no es 1988, y el Gobierno se empleará a fondo para forzar el fracaso, en tanto que el PSOE actúa con cautela inexplicable. Razón de más para considerar que es una huelga en defensa de la democracia.

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