Tribuna:

Cometiendo un error innecesario

Ése precisamente es el juicio que me merece el proyecto de ley de partidos que ha comenzado su andadura en las Cortes. No es que el proyecto contenga errores, es que es en sí mismo, en su configuración, un error. Basta leer con tranquilidad el dictamen elaborado por el Consejo de Estado, un dictamen suave en la forma y durísimo en el fondo, para apercibirse de ello. Desde una perspectiva jurídica el proyecto es una chapuza y, por ello es un error. Y siendo un error legal es directa e inevitablemente un error político. No hace falta aceptar los comentarios maliciosos acerca de los motivos de la...

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Ése precisamente es el juicio que me merece el proyecto de ley de partidos que ha comenzado su andadura en las Cortes. No es que el proyecto contenga errores, es que es en sí mismo, en su configuración, un error. Basta leer con tranquilidad el dictamen elaborado por el Consejo de Estado, un dictamen suave en la forma y durísimo en el fondo, para apercibirse de ello. Desde una perspectiva jurídica el proyecto es una chapuza y, por ello es un error. Y siendo un error legal es directa e inevitablemente un error político. No hace falta aceptar los comentarios maliciosos acerca de los motivos de las prisas del Gobierno en ver aprobado el texto para comprender que se trata de un texto apresurado digno de más detenida meditación, aunque sólo fuera porque sus implicaciones legales y sus previsibles consecuencias políticas son de tal magnitud que la regulación de la materia de que trata, nada menos la ordenación de los actores políticos fundamentales en cualquier Estado democrático, la disciplina legal del Príncipe moderno, exige una detenida consideración.

Es palmario que lo que se está elaborando es una ley no ya singular, sino poco menos que de caso único. Nadie, y menos que nadie el Gobierno, oculta que el texto bien podría llamarse Proyecto de ley para la ilegalización de Batasuna, si bien para vestir el santo se ha adjuntado a las disposiciones fundamentales del proyecto (artículos 9 y siguientes) algunos preceptos para posibilitar su presentación como una ley de partidos. Y en eso consiste precisamente su vicio fundamental. Vicio que es transparente, piense el lector que mientras que la sintética ley alemana tiene más de cuarenta artículos, la ley de asociaciones recién aprobada una cincuentena, o la ley turca más de cien el texto en tramitación no llega a los veinte. En esas condiciones el proyecto genera más problemas que los que resuelve. Casi todo lo importante en el régimen legal de los partidos sencillamente no está en el proyecto. No sólo eso, es que además, el proyecto se ha redactado como si los partidos no fueren asociaciones y completamente al margen de la ley de asociaciones que el Parlamento acaba de aprobar (y que por cierto se omite al establecer cuál es la legislación supletoria). En esas condiciones el resultado no puede ser bueno, y naturalmente no lo es. Para muestras dos botones:

Primero. El proyecto establece que la inscripción de los partidos en el registro ad hoc es constitutiva y que el partido adquiere personalidad jurídica con la inscripción; con independencia de la dudosa conformidad con el art.22 de la Constitución resulta que las demás asociaciones adquieren personalidad jurídica con su mera fundación, de tal modo que si se suprime Batasuna hoy los mismos caballeros crean mañana (o ayer) una asociación a la que, como tal, no le es aplicable la ley de partidos, y escapan a la compleja maquinaria prohibicionista que se trata de establecer, con el único inconveniente de que en lugar de presentar directamente listas a las elecciones lo han de hacer mediante la técnica de las agrupaciones de electores... lo que HB hizo hasta su constitución formal como partido a principios de los noventa. Con lo cual el efecto de la prohibición es no la desaparición de Batasuna, sino el retorno a la situación de 1991.

Segundo. El proyecto no dice apenas nada de los dirigentes y nada de los electos, como la disolución de un partido exige cuatro cosas: ilegalización de la organización, incautación de su patrimonio, restricción de derechos a sus dirigentes y decadencia del mandato de sus electos y nada se nos dice ni de los unos ni de los otros; ambos continuarán al día siguiente de la ilegalización, de tal modo que los unos podrán crear otra organización de sustitución (sea partido o no) y los otros continuarán en sus escaños y aportando los fondos públicos para financiar el conjunto. El partido desaparecerá, pero el señor Otegui seguirá adornando con su florido verbo los debates del Parlamento Vasco. Realmente brillante, como se ve.

Y eso sin entrar en los eventuales vicios de constitucionalidad, que afectan nada menos que al procedimiento y al órgano que ha de declarar en su caso la ilegalidad del partido (¿quién teme al Constitucional?). Parece como si en los despachos de Madrid nadie aprendiera nada y se empeñaran en seguir un modo de actuar que se ha seguido en el pasado con la inscripción en el registro, el juramente de los electos o la financiación pública. Con el brillante éxito que se sabe: el partido fascista en cuestión puede aparecer como mártir y luego va a los tribunales donde gana porque al hacerse las cosas mal tales caballeros tienen legalmente razón.

Si llamativo es que el Gobierno se precipite alegremente en la trampa para elefantes que él mismo se ha fabricado, aún lo es más la conducta del principal partido de la oposición, que no se ha atrevido a desmarcarse de un proyecto que no pocos de sus dirigentes estiman tan peligroso como desacertado, por evidentes razones de cálculo electoral. Alguien debería recordar que dirigentes son aquéllos que van delante, los que marcan el rumbo, y no los que siguen la corriente que marcan los sondeos de opinión. Porque dirigir es precisamente orientar esa corriente en la dirección deseada.

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Por falta de meditación y de sosiego la mayoría y la mayor parte de la oposición están cometiendo un error. Innecesario.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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