Columna

Demagogia o política

Una vez más le ha tocado a Francia oficiar de maestro de ceremonias en otra gran convulsión política. Sin dejar de compartir una importante preocupación por lo ocurrido, confieso que mi propia perspectiva es menos agorera y de rasgarse las vestiduras que muchas de las que hemos venido contemplando desde el día electoral. Sobre todo porque se trataba, en efecto, de una 'primera vuelta' cuyo resultado parecía ya sentenciado y permitía recurrir sin cargo de conciencia alguno al voto expresivo o a un frívolo ejercicio de 'simbolización'. Poco después de la cita electoral hemos sabido, por ejemplo,...

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Una vez más le ha tocado a Francia oficiar de maestro de ceremonias en otra gran convulsión política. Sin dejar de compartir una importante preocupación por lo ocurrido, confieso que mi propia perspectiva es menos agorera y de rasgarse las vestiduras que muchas de las que hemos venido contemplando desde el día electoral. Sobre todo porque se trataba, en efecto, de una 'primera vuelta' cuyo resultado parecía ya sentenciado y permitía recurrir sin cargo de conciencia alguno al voto expresivo o a un frívolo ejercicio de 'simbolización'. Poco después de la cita electoral hemos sabido, por ejemplo, que sólo un tercio de los votantes de Le Pen desea verle en realidad como presidente. ¿O cuántos de los votantes trostkistas quieren también de verdad una Francia revolucionaria? Si la elección se hubiera celebrado a una vuelta sí habría ya más importantes motivos de inquietud. Tanto el índice de abstención -que entre los jóvenes que ejercían el derecho de voto por primera vez llegó incluso a un 40%- como el elevado voto a candidatos antisistema denotan, sin embargo, un indudable malestar que habrá que analizar con detenimiento y cuidado.

Desde este lugar del periódico conviene que nuestro comentario lo hagamos con la vista puesta en nuestro propio país. ¿Qué lección podemos extraer de lo ocurrido que sea trasladable también a otros sistemas políticos? El primer aspecto auténticamente sorprendente -y esto sí que es una novedad- es la casi nula relación habida entre la efectiva gestión del Gobierno y el resultado electoral. Jospin se ha quedado fuera de la segunda vuelta después de una impecable administración, con una reducción del paro en 900.000 personas, la creación de dos millones de nuevos empleos y un crecimiento económico por encima de la media europea. Todo ello, además, después de cumplir con el compromiso electoral de imponer la jornada de 35 horas y mantener incólumes las instituciones del Estado de bienestar. Hace ya tiempo que dejó de ser cierta esa ingeniosa expresión de Maurice Saatchi, el gurú de Margaret Thatcher, según la cual los conservadores son 'crueles y eficientes', y los socialdemócratas, 'fraternales e incompetentes'. Jospin fue de los pocos capaces de 'cuadrar el círculo' (Dahrendorf) proporcionando a la vez competitividad, libertad y cohesión social. Ninguno de los grandes intereses sociales franceses podía alegar en realidad haber sido preterido por el Gobierno. ¿Qué ha pasado entonces? Sencillamente, que la campaña electoral no se ha jugado en el clásico campo del enfrentamiento de intereses -bajo el 'paradigma de la redistribución'-, sino en el más ambiguo y brumoso de las identidades y sin brújula ideológica.

La política convencional va a sufrir un importante proceso de transición hacia algo todavía difuso, pero que se atisba ya como casi inexorable. La progresiva incapacidad de los Estados-nación para gobernar su propio destino, su pérdida de autonomía y la necesidad de gestionar una creciente diversidad étnica y cultural interna puede que sean los problemas más difíciles de resolver. Sobre todo porque son ya inexorables y se están abordando sin modelo ni brújula alguna. De ahí la gran inquietud que generan y la inmensa facilidad con la que pueden ser instrumentalizados demagógicamente. El miedo a la inseguridad, su mecánica asociación al temor provocado por la inmigración, el pánico al descenso social y al futuro en general, y la correlativa percepción de que estos problemas se les están yendo de las manos a los poderes públicos, constituyen el caldo de cultivo ideal para la demagogia.

Frente a estas percepciones poco puede hacer la política sistémica mientras siga refugiándose en la impecabilidad tecnocrática y no los aborde de frente desde los valores que nos hemos reconocido como propios e interiorizando dicha inexorabilidad a la que antes hacía referencia. La lección que hay que extraer de Francia es que no podemos ignorar esos problemas, pero no volviendo a las viejas respuestas, como pretende la lepenización de la política. Hace falta más liderazgo, más pedagogía, más claridad, más Europa e imaginación y valentía. Más política y menos demagogia.

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