Tribuna:

La renta antiterrorista

Desde hace varias semanas, en éste y en otros medios de comunicación, diversos y prestigiosos catedráticos tanto de Derecho Constitucional como de Derecho Penal han expresado importantes reservas jurídicas ante las propuestas del Gobierno para la nueva Ley Orgánica de Partidos Políticos: su carácter retroactivo, la evidencia de que, bajo su supuesto alcance general, es una ley hecha a propósito y a la medida para ilegalizar a Batasuna, la vaguedad de algunas de las conductas que motivan la ilegalización, la atribución de la capacidad de decidir en la materia a la Sala Especial del Tribunal Sup...

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Desde hace varias semanas, en éste y en otros medios de comunicación, diversos y prestigiosos catedráticos tanto de Derecho Constitucional como de Derecho Penal han expresado importantes reservas jurídicas ante las propuestas del Gobierno para la nueva Ley Orgánica de Partidos Políticos: su carácter retroactivo, la evidencia de que, bajo su supuesto alcance general, es una ley hecha a propósito y a la medida para ilegalizar a Batasuna, la vaguedad de algunas de las conductas que motivan la ilegalización, la atribución de la capacidad de decidir en la materia a la Sala Especial del Tribunal Supremo, el nacimiento de una nueva figura penal, la del 'apoyo tácito', el delito consistente en callar, en no rechazar el terrorismo..., etcétera.

Preceptivamente consultado el Consejo General del Poder Judicial, una sustancial minoría de sus miembros manifestó parecidas objeciones y, sobre todo, puso de relieve lo chocante e impresentable que resulta poner en manos de unos representantes políticos (sean 50 parlamentarios, 100 o 200) la posibilidad de instar la prohibición legal de otra fuerza política que es, por definición, competidora suya. El Consejo de Estado, por su parte, sugirió eliminar la retroactividad. Ha sido inútil, incluso contraproducente. Se diría que, espoleado por las críticas de representantes tan peligrosos del abertzalismo jurídico como Jordi Solé Tura, Raúl Morodo, Marc Carrillo, Javier Pérez Royo o la asociación judicial conservadora Francisco de Vitoria, el Gobierno del señor Aznar ha decidido proseguir la tramitación de la ley a uña de caballo, sin entretenerse en esas tediosas demoras que el consenso exige, de modo que sea posible estamparla en el BOE antes del mes de julio.

Ahora bien, ¿está esa prisa gubernamental justificada? Remilgos jurídicos aparte, ¿es razonable, es lógico pensar que la pronta entrada en vigor de la nueva Ley de Partidos Políticos vaya a mejorar significativamente la eficacia política de la lucha antiterrorista? Tratemos de examinarlo, del modo más desapasionado posible.

No resulta arriesgado suponer que si el calendario gubernamental se cumple, a lo largo del próximo otoño Batasuna será puesta fuera de la ley. Pero, ¿eliminar el nombre, incluso la estructura, va a suprimir la cosa? En la medida en que continúen existiendo 100.000 o 150.000 ciudadanos vascos identificados con un proyecto radical que justifica a ETA, ¿la nueva legislación va a impedir que sigan agrupados, ya sea en una red de herriko tabernas, o de entidades gastronómicas, o de asociaciones culturales, vecinales, deportivas..., o en una mezcla informal de todo ello, algo que de hecho ya existe? ¿Acabará la Ley de Partidos con las pintadas amenazadoras, con las manifestaciones proetarras, con la kale borroka? Ojalá; pero, si así fuese, habría que inferir de ello un gravísimo reproche contra los promotores de la actual reforma: ¿por qué no la hicieron antes? ¿Acaso Aznar no gobierna desde 1996, y posee mayoría absoluta desde la primavera de 2000? Si la ley hoy en trámite va a mejorar tanto los medios del Estado de derecho en su lucha contra el terror, ¿significa eso que hasta ahora estábamos casi inermes? ¿Cómo ha consentido el PP, en seis años de gobierno, tal indefensión?

Alguien ha dicho que, por lo menos, sin Batasuna los exégetas del coche bomba y del tiro en la nuca no estarán en las instituciones públicas. ¿Seguro? Aun sin conocer los secretos de ese mundo resulta fácil imaginar, con vistas a las municipales de 2003, una proliferación de agrupaciones de electores en los pueblos de Euskadi y Navarra, incluso varias en cada pueblo, y a partir de ahí una agotadora guerrilla jurídico-política de prohibiciones, recursos y protestas que convierta los comicios locales de esas dos comunidades autónomas en un verdadero lodazal democrático, peor aún de lo que ya es hoy para el PP y el PSE.

Por encima de estas dudas prácticas planea un argumento que, sin ser nuevo, me gustaría hacer mío: si en el delirante relato legitimador con que el mundo etarra justifica actualmente su existencia, la tesis central es que, bajo disfraz democrático, persisten la España franquista y su propósito de aplastar a Euskal Herría por todos los medios, ¿la Ley de Partidos desmiente esa tesis, o más bien la alimenta? ¿Nutre o no al cínico victimismo batasuno una ley tramitada al galope, atropellando lo mismo objeciones técnicas que discrepancias políticas y conveniencias estéticas, una ley que el presidente del Tribunal Constitucional ovaciona mucho antes de aprobada, en desdoro de su cargo y de la credibilidad de la institución?

No, el Gobierno y el Partido Popular saben que con esta reforma legal probablemente superflua la lucha antiterrorista no ganará en eficacia, pero esperan que gane en rentabilidad... para ellos; la rentabilidad político-electoral que devenga de un gesto espectacular, de una machada, de un puñetazo sobre la mesa. '¡Vamos a por vosotros!', gritaba el pasado martes Aznar en Valencia, como si ir a por los terroristas y sus colaboradores no fuese la obligación del presidente desde el primer día en que juró el cargo.

El PP planea vadear el siempre delicado relevo en su jefatura gracias a la explotación en toda España de su contundencia antiterrorista, al 'nosotros hemos disuelto a Batasuna'. De paso, la Ley de Partidos le permite enconar el enfrentamiento con el PNV, y obligar al PSOE a una elección perversa: o dócil monaguillo, o tibio y cobarde frente al terror. La postura del nacionalismo catalán les interesa mucho menos, pero opino que, cualesquiera que sean las servidumbres y los compromisos, Convergència i Unió no debería contribuir con sus votos a una burda maniobra partidista que, además, envilece el arsenal con que los demócratas combatimos a los totalitarios.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia contemporánea de la UAB.

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