Columna

Doble juego

El dictamen del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sobre el anteproyecto de la Ley Orgánica de Partidos Políticos rompió otra vez en dos sectores de casi igual tamaño al órgano de la magistratura. El presidente seleccionado por el Gobierno y los diez vocales elegidos a propuesta del PP impusieron su mayoría de hierro frente a ocho votos en contra, uno en blanco y una abstención. La sectaria gubernamentalización de los órganos constitucionales alcanza la más penosa apariencia en la deserción de sus presidentes respecto al cumplimiento de las responsabilidades moderadoras e integradoras p...

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El dictamen del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sobre el anteproyecto de la Ley Orgánica de Partidos Políticos rompió otra vez en dos sectores de casi igual tamaño al órgano de la magistratura. El presidente seleccionado por el Gobierno y los diez vocales elegidos a propuesta del PP impusieron su mayoría de hierro frente a ocho votos en contra, uno en blanco y una abstención. La sectaria gubernamentalización de los órganos constitucionales alcanza la más penosa apariencia en la deserción de sus presidentes respecto al cumplimiento de las responsabilidades moderadoras e integradoras propias del cargo; lejos de buscar acuerdos razonables de síntesis dentro del CGPJ, el presidente Hernando se dedica con entusiasmo a defender las tesis gubernamentales o utiliza a destiempo su voto contaminado (así ocurrió con el recurso del magistrado Auger sobre su adscripción forzosa a una sala del Supremo) para completar una mayoría cualificada.

Fracasada la misión arbitral del CGPJ, sería un grave atentado a la legitimidad constitucional que el Gobierno hurtase al consenso de los demás actores políticos la Ley de Partidos, tan básica para el funcionamiento del sistema democrático como la ley electoral. La propaganda del PP está polucionando maliciosamente el debate jurírico-político para confundir a la opinión pública mediante la amalgama de dos afirmaciones inciertas: de un lado, la errónea suposición de que el único procedimiento para disolver Batasuna sería la vía civil dibujada literalmente (sin posibilidad de mover ni una coma) por el anteproyecto; de otro, el engañoso argumento según el cual las enmiendas al texto estarían movidas necesariamente por la complicidad, la deslealtad o el miedo al terrorismo, desvirtuarían la eficacia milagrosa del borrador y equivaldrían a sabotearlo. Ambas premisas son falsas: de un lado, los artículos 515 y 520 del Código Penal también permiten la disolución por la vía penal de Batasuna en tanto que asociación ilícita: esto es, como el frente electoral de una banda armada que toma las apariencias de un partido para concurrir a las urnas; de otro, algunas de las modificaciones propuestas, que no afectan sólo a la disolución de Batasuna sino también a la regulación general del sistema de partidos, podrían hacer más eficaz la lucha contra el terrorismo.

El Gobierno difama a quienes critican aspectos concretos del borrador (la eventual retroactividad, la atribución de la competencia a la Sala Especial del Supremo y no a su Sala Civil, la legitimación de los parlamentarios, el churrigueresco listado de causas de disolución, etcétera) y ofrecen a cambio alternativas perfectamente legítimas, empleando el injurioso argumento de que los discrepantes se arrugan ante el terrorismo o lo amparan. Aznar acusa a los socialistas de haber estado 'mirando para otro lado o escondiendo la cabeza debajo del ala' durante su mandato: sin embargo, Felipe González negó en los años ochenta a Batasuna la inscripción en el registro de partidos pero el Supremo se lo impidió. Puestos a reprochar pasividades, el PP ha esperado seis años para tomar la iniciativa: tal vez Aznar sólo se sacudió la indolencia al escuchar, tras el 11 de septiembre, los emocionados elogios del nuevo presidente del Tribunal Constitucional español a George W. Bush, resuelto a bombardear Afganistán con el respaldo unánime de su pueblo, sin el incordio de la voz discrepante de cualquier sheriff de Arizona y envuelto en la bandera de las barras y estrellas.

La decisión gubernamental de sacralizar el deficiente borrador de la Ley de Partidos es a la vez una enrabietada obcecación personal de Aznar y una argucia para deslegitimar a los actuales dirigentes del PSOE como defensores de la democracia frente al terrorismo: así, los socialistas caerían en el desprestigio ante sus electores tanto si cedieran al chantaje del Gobierno como si no votaran a favor del proyecto de ley. El presidente del Gobierno hizo un alarde de ese perverso doble juego el pasado domigo en Madrid: tras acusar al nacionalismo vasco radical -con plena razón- de 'camuflar pistolas en los escaños', utilizar la remunerada representación municipal para señalar a las víctimas y 'acompañar los programas electorales con cartas-bomba', atacó de forma barriobajera a los socialistas y les negó el derecho a proponer soluciones alternativas a los puntos en conflicto, olvidando así que el Pacto Antiterrorista obliga al PP a consensuar el proyecto de ley con el PSOE.

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