Tribuna:

USA hoy

Supongo que el comienzo de mi admiración hacia Estados Unidos se debe al cine, a las películas que de ahí llegaban en mis años escolares. La literatura, y más concretamente la novela, llegó después, cuando además de leer ya empezaba yo a escribir. Una presencia más tardía pero de mucho mayor calado: las novelas de Faulkner, los relatos de Hemingway, el Manhattan Transfer de Dos Passos, y también escritores menos conocidos en España, pero no por ello faltos de interés, como Sherwood Anderson o Sinclair Lewis, por ya ni hablar de las grandes figuras del XIX, Poe, Mark Twain, Melville, o d...

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Supongo que el comienzo de mi admiración hacia Estados Unidos se debe al cine, a las películas que de ahí llegaban en mis años escolares. La literatura, y más concretamente la novela, llegó después, cuando además de leer ya empezaba yo a escribir. Una presencia más tardía pero de mucho mayor calado: las novelas de Faulkner, los relatos de Hemingway, el Manhattan Transfer de Dos Passos, y también escritores menos conocidos en España, pero no por ello faltos de interés, como Sherwood Anderson o Sinclair Lewis, por ya ni hablar de las grandes figuras del XIX, Poe, Mark Twain, Melville, o de los mejores representantes de esa vertiente centrífuga y cosmopolita -James, Pound, Eliot- tan característica de la literatura norteamericana. Escritores muy distintos entre sí pero que, cada uno a su modo, habían logrado lo que yo me proponía conseguir: captar la realidad -una realidad distinta de la mía- de forma tan sugestiva que seguía siendo válida referida a mi propia realidad. Sólo cumplidos ya los veinte descubrí otros novelistas -Mann, Proust, Musil, Joyce- que a la larga me iban a resultar más afines, al igual que determinados clásicos.

La imagen que por esa época irradiaba Estados Unidos era verdaderamente atractiva: sin la Historia de Europa, pero también sin los horrores inherentes a esa historia. Un país que gracias al New Deal había escapado a todo tipo de totalitarismo, un país que se había convertido en refugio de las víctimas de ese totalitarismo y que, además de ser la tierra de las oportunidades, podía jactarse con mayor autoridad moral que cualquier otro, por encima o al margen de determinados prejuicios, de ser el país de la libertad y de la democracia. Y, en consonancia con esa imagen, el modo de vida americano. Un modo de vida reflejado no ya en las costumbres, sino también en la arquitectura, el diseño y las maneras; un gusto y una conducta deportiva y desenfadada que llegaban como agua de primavera a la tal vez excesivamente encorsetada Europa de la época. Que llegaban incluso con su acompañamiento musical, el jazz, el rock, las voces que cantaban esa realidad distinta. ¿Qué queda hoy de todo eso, moda, música, novela, cine? Yo diría que, en el presente, la imagen que irradia Estados Unidos es el negativo de la de hace sólo treinta o cuarenta años, en el sentido de que lo que antes aparecía como más luminoso aparece ahora como más opaco y las zonas que fueron más oscuras son hoy las que más brillan. Un cine regido por los efectos especiales, una literatura y unos ritmos no ya de mercado, sino de supermercado, hábitos gastronómicos de engorde y expiatorios ejercicios de adelgazamiento, y un diseño del entorno y del propio cuerpo que proclama el triunfo del cómic sobre cualquier otra forma de expresión estética. Hay por supuesto escritores y artistas que se desmarcan de esa tendencia general, pero su figura se pierde como la de un peñasco aislado en la fuerza de la corriente. Todas esas modalidades culturales se extienden por el mundo entero y generan modas y más modas entre los adolescentes, pero, en conjunto, los gustos de allá, el genuino sabor americano, se hallan cada vez más diferenciados de los imperantes en el resto del mundo, lo que explica que el turismo estadounidense tienda a realizarse en grupos y dentro de unos circuitos que garantizan a los viajeros que dondequiera que vayan se encontrarán como en casa, con pequeñas réplicas de su vida cotidiana.

Las cuestiones de gusto, por decisivas que sean para cada uno de nosotros, carecen por definición de valor objetivo. Pero de lo que yo hablo no es de una decepción personal, sino de unos hechos cuya comprobación está al alcance de todos, salvo de quienes, como los adolescentes de hoy, no han recibido de Estados Unidos otra imagen que la actual. Además, no se trata solamente de cuestiones de gusto. Las modificaciones experimentadas por la sociedad estadounidense en estos últimos años son perceptibles en otros muchos terrenos, de los que voy a destacar dos que me parecen especialmente significativos: el religioso y el científico. En lo que se refiere al primero, habría que ir al mundo islámico, a la proliferación de velos experimentada, para dar con una sociedad tan pendiente del más allá, de un Dios como salido del Antiguo Testamento pero proamericano de corazón que, con ayuda de innumerables predicadores televisivos y una legión de ángeles de la guarda, vela por el buen funcionamiento del país, un Dios al que se mantiene contento merced a los cantos y oficios de las iglesias y a numerosas ofrendas e invocaciones públicas. Un Dios que poco tiene que ver con el Dios cada vez más íntimo o interiorizado de los creyentes de un Occidente europeo oficialmente laico.

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En lo que se refiere al segundo, al terreno de la investigación científica, los ya numerosos investigadores de origen europeo que a mediados del siglo XX destacaban en los ámbitos más diversos han dado paso a una presencia masiva de investigadores extranjeros, tanto europeos como asiáticos. Muy pocos jóvenes norteamericanos parecen sentirse atraídos por algo que tantos sacrificios exige como la investigación científica, de modo que las empresas ya se han habituado a comprarlos, a traérselos. Un dato que debiera hacer reflexionar a los analistas de la realidad norteamericana, tan aficionados a establecer paralelismos con el Mundo Antiguo, ya que la progresiva ocupación de puestos clave por los bárbaros fue uno de los rasgos más característicos de la caída del Imperio Romano.

De un tiempo a esta parte, algunos de esos analistas se preguntan con insistencia ¿por qué nos odian?, refiriendo ese nos al resto del mundo, una preocupación que sin duda habrán transmitido a numerosos lectores. Como al hablar así no pueden estar pensando en los atentados del 11-S, que les granjearon una solidaridad casi unánime, lo que les confunde tienen que ser las reacciones suscitadas por su propia reacción al ataque sufrido, las reservas y reproches que no han dejado de desgranarse sobre determinados aspectos de esa reacción. Habrá desde luego quienes realmente odien a Estados Unidos -y no sólo en el mundo islámico- con un odio estrechamente unido a una soterrada admiración. No es éste mi caso ni el de la mayoría de los intelectuales y políticos europeos que se han expresado al respecto en términos críticos. En líneas generales, podría hablarse de indignación ante el torpe cinismo de unos cuantos dirigentes y directivos norteamericanos, y de irritación ante la credulidad y la maleabilidad de la opinión pública estadounidense, que da por buenas una serie de medidas que poco o nada tienen que ver con lo acontecido el 11-S. Una credulidad que pone de manifiesto lo escasamente consciente que llega a ser la sociedad americana de las mutaciones experimentadas por el país en los últimos años. Mutaciones que fuera de Estados Unidos todo el mundo percibe, con independencia de que sean vistas o no con simpatía. A nadie se le oculta hoy que un chico que va a determinadas universidades americanas a sacarse un master en Empresariales corre el riesgo de volver hecho un capullo de firmes convicciones, decidido partidario de la pena de muerte. La conciencia de pertenencia a una comunidad se crea en buena parte por diferenciación, por contraste, y así como el desentenderse de Europa jugó un papel esencial en la formación y desarrollo de USA, distinguirse de USA en todas esas cuestiones jugará probablemente un importante papel en la formación de la conciencia europea. Las figuras políticas, por decisivo que sea su protagonismo en un momento determinado -Clinton no habría actuado como Bush, Roossevelt no habría actuado como Truman, el héroe de Hiroshima o Nagasaki- no dejan de suponer un hecho aleatorio. Lo realmente decisivo son las tendencias dominantes en la sociedad de la que esos políticos han surgido.

De ahí que el principal problema de Estados Unidos sea hoy sólo en apariencia de carácter político, así de puertas adentro como de puertas afuera. El principal problema reside en que la opinión pública, es decir, la sociedad norteamericana, no ha llegado a cobrar conciencia de que hay algo muy peligroso para todos -para ellos y para nosotros- en la actual relación simbiótica entre política y negocio en las esferas de poder estadounidense, simbiosis que sólo una mente desequilibrada puede llegar a concebir como baza que garantiza una ininterrumpida sucesión de éxitos. Grupos de presión los ha habido siempre; grupos que presionaban, como su nombre indica, desde fuera, no desde dentro. Y se trataba de grupos que representaban los intereses de diversos sectores de la población o de sus actividades; no, como ahora, el negocio por la vía rápida, mediante procedimientos tangenciales. Ésa es la situación presente, y los engendros que genera llevan el nombre de tal o cual secta, o se llaman McVeigth o Enron, fenómenos más relacionados con el de Bin Laden de lo que pudiera parecer a primera vista. El cine americano ofrece constantemente películas acerca de agresiones internas o externas, conjuras y asesinatos en las que los criminales gozan de complicidades al más alto nivel, que no hacen sino encubrir y favorecer un negocio. Referidas a cualquier país desarrollado que no fuese USA, resultarían inverosímiles. Lo malo es que, referidas a Estados Unidos, a nadie le sorprenden.

Luis Goytisolo es escritor.

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