Crónica:LA CRÓNICA

Italia como síntoma

SOBRE EL GOBIERNO italiano pesa y pesará, mientras Berlusconi lo presida, una sombra de sospecha permanente. No se trata de considerarlo ilegítimo, en la medida en que tiene el refrendo de las urnas. Pero el camino está lleno de irregularidades (y en algunos casos, de ilegalidades) que son verdaderas violaciones de las normas explícitas de la democracia. No cabe en una democracia que el presidente del Gobierno tenga el monopolio del audiovisual. Como no debería servir la democracia para que un magnate financiero construya desde el poder un blindaje para que sus negocios queden fuera de los ojo...

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SOBRE EL GOBIERNO italiano pesa y pesará, mientras Berlusconi lo presida, una sombra de sospecha permanente. No se trata de considerarlo ilegítimo, en la medida en que tiene el refrendo de las urnas. Pero el camino está lleno de irregularidades (y en algunos casos, de ilegalidades) que son verdaderas violaciones de las normas explícitas de la democracia. No cabe en una democracia que el presidente del Gobierno tenga el monopolio del audiovisual. Como no debería servir la democracia para que un magnate financiero construya desde el poder un blindaje para que sus negocios queden fuera de los ojos de la justicia. Por si fuera poco, Humberto Bossi, un xenófobo ultramontano, inventor con escasa fortuna de un nacionalismo del norte, acompaña a Berlusconi en su Gobierno. Son tan evidentes los rasgos antidemocráticos de uno y otro que Gianfranco Fini, heredero directo del antiguo partido neofascista, aparece como un moderado. Recordaré siempre que cuando emergió la Liga del Norte, Claudio Magris me advirtió de que era mucho más peligrosa que los misinos. Y tenía razón. En este paisaje, la derecha democrática italiana, que también existe a pesar de la permanente acción subterránea del Vaticano y de las mafias, pasa casi inadvertida.

Italia ha colocado en el Gobierno un eje que, en sus palabras y en sus maneras, se ha demostrado abiertamente hostil a la cultura democrática. En Francia, de Jean-Marie Le Pen a Arlette Laguillier, los antisistema de las diferentes bandas del espectro, están en la oposición. En Italia, una parte ha llegado al poder. ¿Hay que verlo como una excepción italiana, en la que han encontrado su momento la ambición de un empresario como Berlusconi y las fantasías de un fanático como Bossi? ¿O hay que entenderlo como el síntoma de una crisis en el equilibrio siempre precario entre la lógica capitalista y la cultura democrática?

Hace tiempo que en Europa da la sensación de que a la izquierda se le ha ido achicando el campo y sólo le queda el papel de defensa de la democracia. La pérdida de peso del poder político respecto al poder económico en los primeros pasos de la llamada globalización, llegada lo que algunos llaman la fase paranoide del proceso, hace real el peligro de que entremos en un periodo de restricción democrática, que el fértil equilibrio entre dos culturas, en muchos puntos antagónicas, como el capitalismo y la democracia, entre en una fase crítica para la segunda. Y a esto responde, en parte, el extendido malestar que cada vez se expresa con mayor frecuencia en Europa. Pero los partidos políticos de la izquierda italiana lo tienen complicado para canalizar la protesta. Pesa sobre ellos -y en especial sobre d'Alema- haberse negado a hacer las reformas legales que hubiesen impedido el acceso del monopolista Berlusconi al poder. D'Alema ha sido víctima de un juego de aprendiz de brujo muy típico de la cultura conspiratoria de tradición comunista: creyó que con Berlusconi como líder de la oposición tenía el poder asegurado y le puso las alfombras que le han llevado al Gobierno para cerrar el paso a la reconstrucción de una derecha más sólida y democrática. Ahora lo paga con la pérdida de credibilidad.

La reaparición de las Brigadas Rojas viene a embrollar todavía más el escenario. Como siempre, el terrorismo servirá para que el bloque conservador se radicalice. El desconcierto de una izquierda sin aliento ideológico para la renovación (para encontrar un nuevo equilibrio entre autonomía individual y proyecto colectivo) y la limitada capacidad organizativa de los grupos de acción espontánea liderados por intelectuales ha dejado la iniciativa en manos de los sindicatos. La confrontación que los sindicatos plantean en términos muy clásicos puede servir para expresar el malestar, pero difícilmente para canalizarlo hacia un proyecto político adecuado a los tiempos que corren. El propio objetivo de la movilización, contra la reforma de la legislación laboral, demuestra una cierta incapacidad por el reformismo que ha hecho perder a la izquierda italiana gente valiosa, como el asesinado Mario Biaggi. La política no puede reducirse a una confrontación entre empresarios y sindicatos. Pero la inequívoca dimensión antiterrorista, que tuvo la impresionante manifestación de Roma, deja claro que la ciudadanía de izquierdas es consciente de que le toca defender la democracia: contra los terroristas y contra los que la debilitan desde el poder. Por ahí puede empezar la reconstrucción de la izquierda que dé respuesta a la insatisfacción que crece en toda Europa.

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