Columna

El amigo

No cabe ya un comentario crítico de E. T. Es una obra instalada en territorios del cine no perecedero y decantada por el paso de dos décadas que han hecho de ella uno de los más puros brotes modernos de cine clásico. Cabe sólo rendirse a la evidencia de su gracia y su hondura, y reconocer que, tras esas dos décadas, E.T. mantiene intacta su frescura inicial y que su vigor formal no ha sido erosionado, sino que, por el contrario, ha salido fortalecido y enriquecido de la dura e infalible prueba del mordisco del tiempo.

Se ha enriquecido, ante todo, por el paso a segundo pla...

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No cabe ya un comentario crítico de E. T. Es una obra instalada en territorios del cine no perecedero y decantada por el paso de dos décadas que han hecho de ella uno de los más puros brotes modernos de cine clásico. Cabe sólo rendirse a la evidencia de su gracia y su hondura, y reconocer que, tras esas dos décadas, E.T. mantiene intacta su frescura inicial y que su vigor formal no ha sido erosionado, sino que, por el contrario, ha salido fortalecido y enriquecido de la dura e infalible prueba del mordisco del tiempo.

Se ha enriquecido, ante todo, por el paso a segundo plano de lo que al nacer tenía E.T. de invento deslumbrador. Fue cuando surgió un choque sin precedentes entre aventura y ternura, un sorprendente y arrollador golpe de gracia y singularidad. Pero ya no es eso, es más que eso, porque se ha enriquecido por la venida a primer término de lo que -bajo los hallazgos, ya conocidos y sin capacidad para sorprendernos, de su originalidad- hay de sustantivo y medular en ella, que es la creación, mediante su genial metáfora, de un flujo de identificación de alcance universal, que involucra por igual -como los grandes filmes de Charles Chaplin, con los que E.T. tiene un secreto parentesco formal- a gentes de las edades, sensibilidades y niveles educativos más dispares.

Porque quien busque aventura en una pantalla, en E.T. la encuentra, y lo mismo le ocurre a quien busque comedia, melodrama, suspense, pantomima, misterio, terror, juego de ficción científica, vuelos de ángel, entramado de animación, cruel documento sobre la encerrona de los guetos residenciales de la vida burguesa de ahora y, más al fondo, un poema sobre la amistad, la soledad, la orfandad, el sentimiento de abandono y el consuelo de la fraternidad. Palabras mayores que enuncian cuestiones mayores de la existencia, a las que Steven Spielberg logra introducir en una sencilla parábola tocada por el milagro de ser indistintamente grave y divertida, fuente de risas y de lágrimas, veraz y profunda pero accesible a cualquier estadio del entendimiento.

Apenas ha retocado Spielberg la imagen original de E.T. Limpió el negativo, ya muy rascado; cribó con ordenador las tomas donde los policías empuñan armas y puso en sus manos teléfonos móviles, arguyendo que un signo de muerte violenta es aquí obsceno. Y añade tomas que, para abreviar, suprimió de la secuencia de Hallowen, e incluye la preciosa y graciosa escena, que inexplicablemente se le cayó del montaje de 1982, de la criatura en la bañera de la casa. Y recupera tomas peinadas del prodigioso bautismo cinematográfico de Drew Barrymore. Y así todo es redondeado para por suerte seguir siendo exactamente lo que era, pero con 20 gotas del impagable goteo de riqueza que el paso de los años da al verdadero cine, ese que escasea tanto como abunda el otro, el falso y falsario.

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