Editorial:

Atavismos españoles

En España es difícil adquirir legalmente un arma de fuego, pero cualquier ciudadano puede proveerse de bengalas para incendiar Roma. Con más de una docena de esos artefactos y una plataforma lanzadora de regulares dimensiones, un fundamentalista bético, todavía no identificado, bombardeó el domingo pasado en el estadio local a un grupo de seguidores sevillistas.

Hasta que arde la casa no se suelen disponer los medios para prevenir el incendio en países como el nuestro. Pero es que la casa ya llameó hace 10 años, cuando el 15 de marzo de 1992 un niño de 13 años murió alcanzado por...

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En España es difícil adquirir legalmente un arma de fuego, pero cualquier ciudadano puede proveerse de bengalas para incendiar Roma. Con más de una docena de esos artefactos y una plataforma lanzadora de regulares dimensiones, un fundamentalista bético, todavía no identificado, bombardeó el domingo pasado en el estadio local a un grupo de seguidores sevillistas.

Hasta que arde la casa no se suelen disponer los medios para prevenir el incendio en países como el nuestro. Pero es que la casa ya llameó hace 10 años, cuando el 15 de marzo de 1992 un niño de 13 años murió alcanzado por uno de esos ingenios balísticos, lanzado en el campo de Sarrià. Los alardes de incivilidad en nuestros estadios han ido en aumento. Y, al igual que por motivos obvios se ha extremado la seguridad de los aeropuertos desde un cercano 11 de septiembre, urge que clubes y autoridades garanticen la seguridad en toda clase de manifestaciones deportivas.

España ratificó en 1987 el convenio europeo sobre prevención de la violencia en recintos deportivos. Y ése no ha de ser sólo un compromiso de buenas intenciones. A falta de una educación cívica, que patentemente no abunda, fíltrese con eficacia el acceso a los estadios para que el incidente de Sevilla, que milagrosamente no enlutó el partido, sea el último en que se confunda un campo para la práctica del deporte espectáculo con un campo de tiro.

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