Crítica:CRÍTICAS

Celuloide rancio

Una manera de definir este Florido pensil -tercer eslabón de una carrera de éxitos que comenzó con un estimable libro autobiográfico sobre la educación nacional-católica de los cincuenta, continuó con una obra de teatro y acaba en el cine- es hacerlo por comparación. Y decir, entonces, que como en You're the one, el discurso que aquí se impone es el de la nostalgia -como no podía ser de otra manera viniendo de quien viene: Juan José Porto ya revisó, desde el mismo ángulo, el despertar a la vida de su generación en El último guateque o en ...

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Una manera de definir este Florido pensil -tercer eslabón de una carrera de éxitos que comenzó con un estimable libro autobiográfico sobre la educación nacional-católica de los cincuenta, continuó con una obra de teatro y acaba en el cine- es hacerlo por comparación. Y decir, entonces, que como en You're the one, el discurso que aquí se impone es el de la nostalgia -como no podía ser de otra manera viniendo de quien viene: Juan José Porto ya revisó, desde el mismo ángulo, el despertar a la vida de su generación en El último guateque o en El curso que amamos a Kim Novak-. Una nostalgia que, como en el artero filme de José Luis Garci, recubre progresivamente la intención crítica que la recorre con el piadoso manto del olvido cómplice: recuerde el lector la última secuencia del filme, que se pretende un broche áureo a una época cualquier cosa menos inocente, no poblada sólo por víctimas, sino por verdugos que impusieron su ley. Y claro que eran tontos: pero también asesinos.

EL FLORIDO PENSIL

Director: Juan José Porto. Intérpretes: Daniel Rubio, Fernando Guillén, Emilio Gutiérrez Caba, Natalia Dicenta, Agustín González, Jorge Sanz, Francis Lorenzo. Género: comedia nostálgica, España, 2002. Duración: 105 minutos.

Aunque en el fondo, realizar un abordaje ideológico a este filme, o preguntarse por qué el autor del libro, Andrés Sopeña, presta su nombre a una operación que vacía de contenido su obra es hacerle un inmenso favor. Porque es situarlo en un lugar diferente al que sus lastimosas imágenes lo condenan: una película radicalmente vieja, anclada en las maneras del peor cine de los setenta. La torpeza que exhibe Porto a la hora de articular la narración es de tal calibre que cada uno de los bloques en que divide la acción se hace virtualmente interminable, cuanto no previsible.

Pero la culminación de la torpeza, la guinda que corona este absurdo de película, no está en una penosa reconstrucción histórica, ni en lo mal dirigidos que aparecen casi todos los niños, ni en la reiteración absurda de conceptos y situaciones por obra de un guión al que muy bien le habría venido una poda. Está en una inenarrable y reiterada animación de los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, que los protagonistas leen con delectación: un disparate por el que campan Francis Lorenzo y Jorge Sanz, seguramente uno de los momentos más pavorosamente torpes vistos en el cine español desde hace muchos años.

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