Tribuna:

Democracias enmudecidas

Pertenezco, como la mayoría de las personas que lean este artículo, a una de las excepcionales generaciones de españoles que hemos vivido sin conocer una guerra. Una situación a la que no solemos hacer caso y que, sin embargo, sólo pensándolo deberíamos sentir el bienestar de sabernos privilegiados. Además, España se encuentra bien posicionada, económica y políticamente, en el conjunto de las naciones que conforman el mundo. Disponemos de un sistema democrático consolidado. En teoría el más participativo, el de mayor respeto hacia los derechos humanos, y el de más amplias oportunidades para to...

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Pertenezco, como la mayoría de las personas que lean este artículo, a una de las excepcionales generaciones de españoles que hemos vivido sin conocer una guerra. Una situación a la que no solemos hacer caso y que, sin embargo, sólo pensándolo deberíamos sentir el bienestar de sabernos privilegiados. Además, España se encuentra bien posicionada, económica y políticamente, en el conjunto de las naciones que conforman el mundo. Disponemos de un sistema democrático consolidado. En teoría el más participativo, el de mayor respeto hacia los derechos humanos, y el de más amplias oportunidades para todos. Pero también vulnerable. No deberíamos dejar de ejercer la crítica, permanentemente, respecto al estado de nuestra democracia y la de aquellos otros países a los que consideramos homólogos, sean socios o aliados. Por una cuestión de higiene. Para impedir que lo cotidiano, con sus vicios, no devalúe tanto la práctica que lo vacíe de contenido.

La guerra sin fronteras iniciada por EE UU después del atentado criminal contra las Torres Gemelas está cambiando muchas cosas y poniendo sobre el tapete otras que disgustan al ciudadano y que deberían disgustar a los gobiernos occidentales, siempre orgullosos de creerse en la orilla correcta de la Historia. Entonces, ¿por qué callamos? ¿Por qué consentimos?

Se nos dice, por ejemplo, que los presos de Guantánamo -a los que se les niega el estatuto de prisioneros de guerra- son personas peligrosas en extremo. Pero lo que percibimos en televisión es a un grupo de desarrapados miserables y medio descalzos a la intemperie, con las manos esposadas a la espalda y los pies arrastrando cadenas, los oídos tapados, los ojos vendados, las narices cubiertas por mascarillas, en cuclillas, escoltados por policías militares y vigilados por francotiradores apostados en torreones, cuya humillación hiere a cualquier observador objetivo. Mientras, aunque de Osama Bin Laden nada se sabe, han conseguido vendernos la campaña bélica como un éxito.

EE UU amenaza con incursiones similares a la de Afganistán en Somalia, Filipinas, Irán, Irak y Corea del Norte -estos tres últimos países bautizados como el eje del mal, nada menos, un lenguaje apocalíptico que en nada ayuda a comprender el problema-, todos con presencia de terroristas en su territorio y con una población civil ajena en su inmensa mayoría a este hecho e inmersa en niveles de pobreza insoportables desde décadas. Un despropósito semejante al que nos parecería si algún desalmado decidiera bombardear Euskadi para acabar con ETA. El silencio cómplice de los gobiernos europeos ante la pomposa operación libertad duradera (¡qué ocurrencia, cuando resulta tan palmario el recorte de libertades!), el aplauso servil o el lloriqueo pedigüeño para participar y no perder comba, tiene el mismo efecto que un manto de mugre echado sobre nuestras vergüenzas.

Pero, sin duda, es la cuestión palestino-israelí la que desata mayor indignación. Mi admirado -es difícil superar la estructura de sus novelas- Mario Vargas Llosa afirma enfatizando, lo he leído en dos artículos publicados en este periódico, que Israel es la única democracia de Oriente Medio. ¿Acaso se puede calificar de demócrata a un gobierno que practica, impunemente, la política de asesinatos selectivos de palestinos? ¿Por qué no hablar de terrorismo de Estado sin más? Reducir la democracia a la existencia de elecciones es pernicioso, más cuando sabemos algo de cómo se financian las campañas electorales. Convierte el concepto en una gran mentira que sirve para legitimar actividades que bajo otro régimen recibirían la condena generalizada sin paliativos. A pesar de ello, EE UU sigue subvencionando a Sharon y armando su ejército hasta los dientes -para que sus tanques resistan las pedradas de los chavales palestinos-, mantiene sitiado a Arafat, con carros de combate y exigencias imposibles, mientras los otros gobiernos democráticos callan, o miran hacia otro lado haciéndose los desentendidos. Todavía desconocemos el precio a pagar, en un futuro, por una conducta política tan irresponsable.

Se siente un afán, desde las alturas, por amordazar la palabra. Putin lo ejerce con descaro y ha conseguido eliminar del panorama cualquier voz crítica a su alcance. Berlusconi es el amo absoluto de los medios de comunicación en Italia. Ambos países se definen como democráticos. Ni siquiera hace falta alardear de tanta ausencia de sutileza. Los intereses económicos actúan cuán eficaces celestinas y el poder del dinero es tan inmenso en una sociedad capitalista que sorprende, a veces, que algún ingenuo nos hable todavía de ideales. El problema es, como ha dicho Álvaro Mutis, nuestro último Premio Cervantes, que para salvar al mundo -al que sin duda ve enfermo- necesitamos más de la amistad y, también, recuperar el respeto y la piedad hacia el ser humano. En definitiva, amarnos.

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María García-Lliberós es escritora.

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