Columna

Oremos

No me creo ni de coña que el presidente de la Generalitat sea capaz de escribir los discursos que lee (mucho menos el libro que publicó), pero en cambio sí estoy seguro de que Agustín García-Gasco, arzobispo de Valencia, no necesita negros en la sombra para juntar palabras. Tiene García el verbo fluido y sus textos destilan ese aroma a déja vu, déjà entendu que sólo un cura antiguo -latín, sotana y buena mesa- es capaz de transmitir; son retórica sublime y poseen la excelsa virtud de los ámbitos celestiales: etéreos e impalpables, rozan la superficie del mundo cual mariposilla de...

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No me creo ni de coña que el presidente de la Generalitat sea capaz de escribir los discursos que lee (mucho menos el libro que publicó), pero en cambio sí estoy seguro de que Agustín García-Gasco, arzobispo de Valencia, no necesita negros en la sombra para juntar palabras. Tiene García el verbo fluido y sus textos destilan ese aroma a déja vu, déjà entendu que sólo un cura antiguo -latín, sotana y buena mesa- es capaz de transmitir; son retórica sublime y poseen la excelsa virtud de los ámbitos celestiales: etéreos e impalpables, rozan la superficie del mundo cual mariposilla de flor en flor, sin violentar la costra que esconde sus miserias.

El 2 de febrero leí en el periódico Las Provincias la carta semanal del arzobispo, con un título digno de aquellas películas de Hollywood basadas en novelas de John Steinbeck: El fruto de la justicia y del perdón. Bonito, ¿eh?

Citando al papa polaco, afirma García que el perdón lleva a la persona 'hacia una humanidad más plena y más rica, capaz de reflejar en sí misma un rayo del esplendor del Creador'. Interesante. En lo que parece ser una incursión hacia el análisis terrenal de la res publica, se centra luego en el conflicto de eso que él denomina Tierra Santa y constata 'la macabra ineficacia del recurso a actos terroristas o de guerra'. Mas cuando el lector empieza a salivar ante la ilusión de un eclesiástico de alto rango que, por fin, ha decidido llamar al pan, pan y al vino, vino, nuestro hombre emprende el vuelo y regresa al limbo tradicional de la doctrina.

Contagiado por la posmodernidad, califica de slogan -así, en inglés- la siguiente agudeza de Juan Pablo II: 'No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón' y, sin señalar con el dedo, no vaya a ser que algún pez gordo se enoje, aconseja a quienes 'tienen en sus manos los destinos de las comunidades humanas' que practiquen tal perdón. Estupendo. Para lograrlo, para que el círculo se convierta en cuadrado, según él hace falta rezar, pues la oración 'está llamada a dar sus frutos'.

¿Qué frutos, eminencia? Entre otros, que los malvados que 'ofenden gravemente a Dios y al hombre con sus actos sin piedad... recapaciten, reconozcan el mal que ocasionan, se sientan impulsados a hacer presente a toda la humanidad, para que pueda encontrar la paz'.

Mientras tanto el gobierno de EE UU, desdeñoso de Porto Alegre, afirmó sin tapujos en la cumbre de Nueva York que se la trae floja el sufrimiento de los demás si no interfiere con sus intereses; en Valencia la alcaldesa Rita, erre que erre, reafirmó su plan de asolar el barrio histórico de la Malva-rosa; la silla eléctrica se cobró quizá una nueva vida, los argentinos pasaron hambre, los colombianos recibieron armas, la burguesía de Caracas asedió a Hugo Chávez con cacerolazos, los marroquíes se ahogaron al cruzar el estrecho de Gibraltar o fueron expulsados, de vuelta al infierno, por nuestros católicos gobernantes; Sharon siguió ocupando tierras palestinas y provocando respuestas apocalípticas por parte de kamikazes sin esperanza... y en la nave de la catedral, inmutable, intemporal y ajena al fragor, la oración del arzobispo resonó una vez más con la mansa costumbre de las horas, de los días, de los meses, de los años, de los siglos, de los milenios, de la eternidad.

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