Crítica:

¿Gritaba Laocoonte?

Algunos críticos, como Calvo Serraller o Miguel Cereceda, han sabido ver en las obras de Sergi Aguilar (Barcelona, 1946) de los últimos años un hálito clásico, a pesar de que sus trabajos se pueden enclavar, por las apariencias formales, dentro de la estela constructivista o en un posminimalismo lírico. Creo, con ellos, que éste es el camino más oportuno para comenzar a juzgar los trabajos que ahora presenta, por lo que habría que retrotraerse a aquella discusión que, a medidos del siglo XVIII, mantuvieron Winckelmann y Lessing, en plena formación del espíritu neoclásico, sobre si el ...

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Algunos críticos, como Calvo Serraller o Miguel Cereceda, han sabido ver en las obras de Sergi Aguilar (Barcelona, 1946) de los últimos años un hálito clásico, a pesar de que sus trabajos se pueden enclavar, por las apariencias formales, dentro de la estela constructivista o en un posminimalismo lírico. Creo, con ellos, que éste es el camino más oportuno para comenzar a juzgar los trabajos que ahora presenta, por lo que habría que retrotraerse a aquella discusión que, a medidos del siglo XVIII, mantuvieron Winckelmann y Lessing, en plena formación del espíritu neoclásico, sobre si el Laocoonte del mármol del Belvedere, al ser mordido por las temibles serpientes, se encuentra en actitud de gritar o no. Es pertinente recordar aquel enfrentamiento entre teóricos del arte porque algunas de las características que discutieron, tales como la serenidad, la quietud y el silencio, son las cualidades que más certeramente definen el trabajo de Sergi Aguilar.

SERGI AGUILAR

Escultura Galería Almirante Almirante, 5. Madrid Hasta el 1 de marzo

Apreciamos en la obra de Aguilar una búsqueda de ciertas cualidades formales que se manifiestan en la concreción de unas siluetas contundentes, en el empleo de un ritmo y proporción muy estudiados, en unos acabados perfeccionistas, en un efecto de repetición con leves diferencias y en la oposición de elementos dispares pero perfectamente definidos como unidades perceptivas. Es decir, en sus obras la forma se manifiesta explícitamente con la serenidad y el silencio de los clásicos. Pero si Winckelmann encontró que Laocoonte y algunos otros héroes y dioses podrían sufrir los efectos de la aflicción o la pasión en su cuerpo carnal y, por tanto, gritar de dolor, la obra de Aguilar, que sólo participa de un hálito de lo clásico, ofrece una cara turbadora que genera una tensión frente a la sensación de estudiado orden. Esa turbación se aprecia en unas actuaciones mínimas pero altamente significativas, como son la aparición de una hendidura que rompe la continuidad de una superficie, una mínima distorsión de un elemento, un breve entallamiento que mata el canto de un volumen, un par de planos que muestran la cualidad de no ser paralelos. Es como si el artista huyera de la obviedad de la simetría, del ángulo recto, de la medida armónica, pero, a la vez, no quisiera renunciar a ellos. Sergi Aguilar introduce discretamente algo de vivencial, incluso de pasional, en una materia que no deja de ser tersa y en una geometría que, sin renunciar al ángulo recto, susurra inquieta. No, la obra de Aguilar no grita. Simplemente susurra, se balancea suavemente, vibra.

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