Columna

Alegalidad

La prostitución no está en España fuera de la ley, sino al margen de la ley. Se trata de una situación jurídica muy curiosa, y no sin cierto atractivo teórico: lo alegal, que no se rige por normativa legal alguna, emparenta así, de algún modo, con lo amoral, entendido como rechazo a una conciencia maniquea del comportamiento humano. Si no hay justicia no hay juicio: hay algo envidiable en ese margen de la ley; de forma paradójica, algo moralmente envidiable. Lo que sucede es que nuestra sociedad se rige por unas normativas legales que, si bien restringen la capacidad de acción del comportamien...

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La prostitución no está en España fuera de la ley, sino al margen de la ley. Se trata de una situación jurídica muy curiosa, y no sin cierto atractivo teórico: lo alegal, que no se rige por normativa legal alguna, emparenta así, de algún modo, con lo amoral, entendido como rechazo a una conciencia maniquea del comportamiento humano. Si no hay justicia no hay juicio: hay algo envidiable en ese margen de la ley; de forma paradójica, algo moralmente envidiable. Lo que sucede es que nuestra sociedad se rige por unas normativas legales que, si bien restringen la capacidad de acción del comportamiento humano, protegen asimismo al individuo de los comportamientos inmorales de otros: topando con la moral, cualquier prefijo, empezando por su defecto, es prejuicio. En lo que a las prostitutas atañe, lo alegal se refiere a la falta de regularización de un trabajo que, así, la sociedad se abstiene hipócritamente de calificar: una dejación (¿amoral, inmoral?) de corte machista.

Se calcula que en España trabajan unas 300.000 mujeres en la prostitución y que el negocio mueve unos 12.000 millones de euros al año. Son números aproximados, y el hecho de que ni siquiera se barajen las cifras de prostitutos (o chaperos o gigolós) responde a ese poso machista que aún identifica la prostitución con una actividad femenina (de lo que se deduce que el cliente tipo de las 300.000 es un hombre heterosexual), así como al hecho de que ellos pueden realizar ese trabajo en unas condiciones de independencia y seguridad de las que ellas carecen: el chapero no necesita chulo. Bajo la falacia de proteger a las prostitutas de otros hombres (de lo que se deduce el peligro intrínseco que los hombres suponen para las mujeres), los chulos las protegen de sí mismos.

El pasado martes, las prostitutas se manifestaron por primera vez en Madrid. Fue una convocatoria más bien simbólica, tanto en lo que al número de asistentes se refiere, unas 200 personas, como al recorrido en sí, calle Montera abajo hasta el oso y el madroño de la Puerta del Sol. Las prostitutas llevan en la calle Montera desde que yo puedo recordar: las primeras eran mujeres mayores y deterioradas; después fueron yonquis; ahora son latinoamericanas, muy jóvenes en su mayoría. Hace meses que tienen problemas con los comerciantes y vecinos de la zona, que se quejan de que hacen ruido, ensucian y generan inseguridad. En los millones de veces que he pasado por Montera, jamás me he sentido insegura, pero las prostitutas, cuya reivindicación de fondo, el martes pasado, era simplemente el respeto, han elaborado un código de conducta para no molestar. Se refiere básicamente a una cuestión de indumentaria: no preocupa tanto que las ancianas, las yonquis o las jóvenes latinoamericanas hagan la calle como que la hagan ligeras de ropa. ¿Cuestión de estilo? ¿Cuestión de que Montera es zona en plena rehabilitación cuyos precios se congelan si las prostitutas están junto al portal revalorizable? ¿Estilo y precio son la moral?

Los problemas que se afirma se producen alrededor de la prostitución no los generan las propias prostitutas. En general, los problemas de las prostitutas los provocan los hombres que las rodean, ya sean clientes o chulos. La policía debería protegerlas de esos hombres que las explotan y las maltratan; los servicios sanitarios deberían cubrir sus necesidades; la ley debería contemplar sus derechos laborales. Eso por no ir a la raíz del problema y preguntarse por qué se prostituyen las jóvenes latinoamericanas (o las africanas que aparecen muertas en la Casa de Campo, o las adolescentes del Este secuestradas en clubes de alterne). ¿Nos lo preguntamos? Ojalá fuera sólo por vocación.

Lo chocante fue comprobar lo solas que están las prostitutas. Había muchos hombres viéndolas pasar apostados en las aceras de Montera. Había, afortunadamente, muchos periodistas. Y vi a cuatro personajes públicos: Inés Sabanés, concejal de IU; Empar Pineda, histórica feminista; Fernando León, director de cine; Carlo Frabetti, escritor. Ojalá se me escapara alguien más, mientras me andaba preguntando por otros colectivos maltratados por la ley y por la moral: ¿dónde estaban gays y lesbianas, plataformas de inmigración, modernos de Fuencarral, antiprohibicionistas, antiglobalización, ONG? ¿Poniéndose el mundo por Montera? ¿No era una ausencia inmoral? ¿Amoral?

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