Tribuna:DEBATE

La otra cara del poder

Nada muere, todo se transforma. La alta costura, símbolo excelso del poder burgués, ha seguido esta misma ley. Ahí está, convertida hoy en espejo poderoso y kitsch del espectáculo global, dispuesta a competir cada año en espectacularidad con los oscars de Hollywood en nombre de la cultura europea. Se prolonga, por este medio, una rivalidad entre París -ciudad símbolo de Europa- y Hollywood -foco básico de la hegemonía norteamericana- por el control del gusto universal y por el poder que otorga el influir en los modos de vida, los deseos y las aspiraciones humanas a la belleza....

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Nada muere, todo se transforma. La alta costura, símbolo excelso del poder burgués, ha seguido esta misma ley. Ahí está, convertida hoy en espejo poderoso y kitsch del espectáculo global, dispuesta a competir cada año en espectacularidad con los oscars de Hollywood en nombre de la cultura europea. Se prolonga, por este medio, una rivalidad entre París -ciudad símbolo de Europa- y Hollywood -foco básico de la hegemonía norteamericana- por el control del gusto universal y por el poder que otorga el influir en los modos de vida, los deseos y las aspiraciones humanas a la belleza.

Si la alta costura sobrevive, si todavía merece la pena hablar de su increíble desafío elitista y exclusivo, que la convierte en una expresión más de lo que Paul Virilio ha llamado 'cosmocracia', es gracias a esa capacidad de transformar a las ideas hegemónicas en marcas de prestigio. Sólo ha cambiado de salón: la televisión, ese lugar donde las masas admiran lo inalcanzable y toman buena nota de lo que deben desear como modelo de vida. Porque, ¿no son éstas las reglas que rigen entre los que se exhiben y los que miran, entre actores y espectadores, se llamen burgueses y pueblo, modelos y consumidores o élites y masas?

Sin embargo, cuando se trata de sistemas para divulgar modelos sociales y expresar hegemonías, no todo es tan sencillo. La alta costura, tal como la inventó en 1858 Charles Fréderick Worth, modista de la emperatriz Eugenia de Montijo, para distinguir de los demás mortales a la minoría poderosa que heredó los trajes y los valores de la aristocracia, comenzó a morir el día en que las masas occidentales accedieron a un traje digno. La Revolución Francesa de 1789 ya había reivindicado el traje igualitario, pero éste sólo apareció cuando los norteamericanos inventaron la nueva industria de la confección. Las dos guerras mundiales del siglo XX no sólo retrasaron la aparición de esos trajes accesibles, sino que afianzaron la hegemonía europea de la costura y el gusto elitista. Mientras Hollywood hacía soñar a las secretarias y a los emprendedores con un futuro lleno de glamour y negocios, Christian Dior, con su new look de 1948, retrasó en dos décadas más la irreversible decadencia del traje a un precio insoportable. Que en eso se había convertido la alta costura, emblema máximo de la dictadura de la moda. Pero, entre 1965 y 1968 llegó lo irreversible: la entrada de los jóvenes en el diseño de un traje libre, cómodo, digno y plural. Fueron los jóvenes de la minifalda, de los Beatles, de la contestación y del hippismo quienes -al convertirse, oh paradoja, en mercado- sentenciaron la muerte de la alta costura. Ellos convencieron al mundo de que había vida y vestidos más allá, sobre todo, de los dogmas de una élite poderosa.

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A lo largo de esa historia, el dinero marcó la pauta: si en 1950 la alta costura tenía unos 20.000 clientes, en 1975 apenas le quedaban ya 1.500 y en 1995 éstos se redujeron a 200. Con estos irreversibles datos sobre la disminución de superricos capaces de pagar millones por un traje, entre 1970 y 1990, la alta costura se encontró ante el dilema: renovarse o morir. Primero, los costureros -Cardin y Saint Laurent a la cabeza- se lanzaron a producir barato a través del prêt-à-porter; después, las firmas se convirtieron en marcas de prestigio y pasaron del mundo de los perfumes al de la lencería, accesorios y objetos. Al tiempo, llegó Bernard Arnoult -el magnate que controla un tercio de las grandes firmas francesas- para organizar la industria del lujo y transformar las pasarelas de París en espectáculo televisivo a mayor gloria de las marcas. Para la alta costura fue una forma de hacerse el harakiri por etapas: ¿qué hay más contradictorio que unir lujo e industria?

Giorgio Armani acaba de llamar la atención sobre el asunto, justo cuando las últimas cifras de ese intento de popularizar el lujo vive su gran crisis en medio de la recesión económica. Nada más lógico. Nada más lógico que Saint Laurent se vaya y que sus creaciones sean ya antigüedades. Nada más lógico que todo eso suceda cuando la gente viste con dignidad -y con mucha más libertad que nunca- a poco precio. Nada más lógico que la alta costura, como los oscars, tenga el valor de un espectáculo kitsch. Pero si aún nos interesa su presente es porque algún día entenderemos que, más allá de la indumentaria, la aportación verdadera de la alta costura -emblema supremo de los fenómenos de moda- es la de haber materializado una dinámica social para consolidar toda clase de hegemonías. La alta costura, pues, ahora está en la política, en la economía y en los altavoces comunicativos y trabaja dentro de las conciencias más que para cubrir los cuerpos.

Margarita Rivière es periodista, autora de Lo cursi y el poder de la moda, premio Espasa de Ensayo 1992.

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