Crítica:CRÍTICA

Hermano coco, amigo monstruo

La frondosa ocurrencia de dónde los magos arquitectos y escultores de esta singular, preciosa, divertidísima fábula tiran del hilo y devanan la madeja de sus Monstruos tiene mucha enjundia, gran calado. Un bicho imaginario, de esos que se mueven y acechan detrás de las puertas de los cuartos de los niños, lo que de antiguo conocemos como un coco, un monstruo casero, un lúgubre y severo asustador hogareño, se queja amargamente de lo mal que anda últimamente su oficio: 'Los niños son cada vez más difíciles de asustar'.

Y de ahí surge, incontenible, una gozosa, al mismo tiempo hilar...

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La frondosa ocurrencia de dónde los magos arquitectos y escultores de esta singular, preciosa, divertidísima fábula tiran del hilo y devanan la madeja de sus Monstruos tiene mucha enjundia, gran calado. Un bicho imaginario, de esos que se mueven y acechan detrás de las puertas de los cuartos de los niños, lo que de antiguo conocemos como un coco, un monstruo casero, un lúgubre y severo asustador hogareño, se queja amargamente de lo mal que anda últimamente su oficio: 'Los niños son cada vez más difíciles de asustar'.

Y de ahí surge, incontenible, una gozosa, al mismo tiempo hilarante y patética burla solidaria y enternecida de lo abominable cotidiano, del ancestral mito del coco íntimo, una metáfora que alcanza instantes de desbordada y delirante gracia, como la que arrastra la figura de ese bicho malvado y sinuoso que quiere revolucionar la 'industria del susto', o, más al fondo aún, la inefable intromisión de un incontenible, arrollador y temerario bebé en un paradójico mundo de asustadores asustados, que le convierte en un tronchante coco del coco.

Monstruos inventa nada menos que el Coco de la Guarda, borrón golfo de la estampita engominada del Ángel de la Guarda, y convierte a la represora amenaza de 'Niño, que viene el coco', en el liberador anhelo de 'Mamá, que venga el coco'. Dentro de la insolencia de esta deliciosa inversión late la parábola, llena de zumo surreal, del regador regado, o del aprendiz de brujo, que encuentra en esta explosión de ingenio bondadoso y dulcemente sacrílego un surco, o cauce o marco, inédito, una nueva pista de despegue, o de despliegue, de sus anchas alas de antiguo fantasma de la libertad, y una gracia alada y libre vuelve a brotar, limpia y a borbotones, de la brecha poética de esta leyenda de infancia. Porque es, en efecto, Monstruos, una película tan para niños que reduce a niños a quienes sin serlo la viven, porque tiene algo de vendaval de ocurrencias desveladoras del revés luminoso de las cosas oscuras.

Hay en este filme monstruos villanos y hostiles, y monstruos amables y amistosos. Y hay saludable tensión, buena pelea, entre unos y otros. Nos enjaulamos en los laberintos de un loco zoo imaginario y vivimos su aventura acompañados por una variopinta fauna de peluches que abarca desde el pitufo al yeti, con una rica, y endiabladamente vivaz, muñequería intermedia. Es un cuento lleno de vaivenes inesperados, emocionante y curvo, pero nunca esquinado.

Boo, la niña de Monstruos.

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