Columna

El pisito

Lo disparatado de los alquileres despertó su sentido de la posesión, pero tras trescientas llamadas telefónicas y cuarenta visitas decepcionantes sólo había visto cuchitriles inmundos tasados al peso de sus cascotes en oro; balconcillos donde apenas coge el tiesto con geranio elevados a la categoría de 'terraza'; plazas de garaje a precio de palacio veneciano... Los anuncios mienten como bellacos, y aquella esperanza de que una vez muertas las pesetas negras se acabó la rabia de la especulación, se iba difuminando al galope.

El viejo piso estaría bien con unos arreglos, pero nadi...

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Lo disparatado de los alquileres despertó su sentido de la posesión, pero tras trescientas llamadas telefónicas y cuarenta visitas decepcionantes sólo había visto cuchitriles inmundos tasados al peso de sus cascotes en oro; balconcillos donde apenas coge el tiesto con geranio elevados a la categoría de 'terraza'; plazas de garaje a precio de palacio veneciano... Los anuncios mienten como bellacos, y aquella esperanza de que una vez muertas las pesetas negras se acabó la rabia de la especulación, se iba difuminando al galope.

El viejo piso estaría bien con unos arreglos, pero nadie invierte en lo ajeno y no se lo querían vender. Ofertaban justo el de al lado, puerta con puerta, prácticamente gemelos. Apenas un pequeño detalle que pudiera calificarse de desventajoso: la anciana habitante del lugar no tenía ninguna intención de mudarse a aquellas alturas de existencia.

Los propietarios tranquilizaron a la aspirante: para lo que iba a durar la vecina no había que preocuparse, todo lo contrario, porque ahora se lo podría quedar en muy buenas condiciones ya que adquiría 'con inquilina', una intrusa pasajera que pronto dejaría el campo libre.

Cayeron en la tentación. Pero liberados ya de la angustiosa búsqueda, lo que pudo parecer un buen apaño acabó generando una situación complicada. Tras cada saludo de la abuela a los nuevos amos de sus cuatro paredes asomaba un recelo comprensible aunque injustificado. Ella, profesional de la sanidad y con acreditada fama de buenaza, hubo de demostrarle que no tenía prisa, que se preocupaba en vano. Le pasaba el caldito de gallina y se ocupaba de sus analíticas más que de las de la propia madre, de sus achaques más que los hijos propios.

Una tutela antes filial que vecinal hasta que terminó por acabar. Y pasarán los años. Los niños chatearán junto a la ventana . La familia será feliz. Pero yo se que mi amiga seguirá oyendo, donde antes hubo mesa camilla y brasero, el balanceo de aquella mecedora y un discreto suspiro. Entre la ley de vida y la del mercadeo inmobiliario, aun se pregunta si realmente no hubiera podido hacer algo más ante aquel infarto.

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