Columna

Urgencias

A veces, un simple traumatismo o una indisposición repentina nos devuelve a esa dimensión de seres vulnerables e indefensos, a la pura categoría de pacientes en la azarosa aventura de un hospital cualquiera. Lo de morirse algún día es un tema más bien complementario, un hecho mejor o peor asumido, pero un hecho al fin. Lo que se suele pedir, llegado el caso, es un deceso digno, una despedida en toda regla y con las menos miserias posibles. Para una vez que ocurre -dice uno-, que me pille al menos con la muda recién lavada y el alma medio en paz. Lo malo es que la ruta hacia el cielo arranca mu...

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A veces, un simple traumatismo o una indisposición repentina nos devuelve a esa dimensión de seres vulnerables e indefensos, a la pura categoría de pacientes en la azarosa aventura de un hospital cualquiera. Lo de morirse algún día es un tema más bien complementario, un hecho mejor o peor asumido, pero un hecho al fin. Lo que se suele pedir, llegado el caso, es un deceso digno, una despedida en toda regla y con las menos miserias posibles. Para una vez que ocurre -dice uno-, que me pille al menos con la muda recién lavada y el alma medio en paz. Lo malo es que la ruta hacia el cielo arranca muchas veces del agrio peaje de una sala de urgencias, ese almacén de cuerpos en espera de un pronóstico donde la vida se cotiza a la baja y la angustia se administra en dosis intramusculares. Ocurrió el lunes 21. Dejé a mi padre a las 10.34 horas en manos de un solícito celador tras explicarle lo del dolor agudo y persistente. Íbamos bien documentados: tarjeta, historial clínico, listín de recetas, analíticas... La entrada en aquella sección del hospital General de Alicante tuvo algo de apocalíptico y romántico: era como el paisaje después de la batalla, el improvisado auxilio de campaña donde se asiste a los heridos de un ataque aéreo o nuclear. Camillas hacinadas contra el muro de infinitos pasillos. Trasiego de voces quejumbrosas. Máscaras y suero para la incertidumbre... A mi padre le uniformaron de azul y le asignaron un espacio con vistas a una anciana agonizante. A él lo vigilaba asimismo un joven atenazado por la gangrena que esperaba el momento de la mutilación. Unos sobre otros. Sin otra intimidad que el desamparo, la sala de urgencias triplicaba, al parecer, las previsiones. De un momento a otro se preveía un amotinamiento de residentes, enfermeras y celadores desbordados por una población desasistida e imposible. La falta de habitaciones en las plantas bloqueaba más la situación. Lo pensé un día después, retenido junto a mi padre en aquel delirante embarcadero de materias orgánicas: la civilización no existe; la deshumanización de la especie es un hecho demostrable; la dignidad es un derecho que se vulnera en los pasillos del SVS. Amotinarse es un deber inaplazable, una urgencia demostrada.

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