Columna

Desconfianza

Tenemos la confianza en estado de shock. No confiamos en que el sol salga todas las mañanas, por decirlo de alguna manera. La confianza, esa cosa tan importante para vivir, está rota en muchos campos, partida por la mitad. El 11 de septiembre marcó un antes y un después. Pero desde mucho antes, cosas tan respetables, tan antiguas, tan simbólicas y terrenas a un tiempo como la justicia o los derechos humanos atravesaban ya una crisis global dentro de un sistema de creencias puesto en duda.

¿Hay justicia? ¿Hay derechos humanos? Si la justicia y la defensa de los derechos humanos es...

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Tenemos la confianza en estado de shock. No confiamos en que el sol salga todas las mañanas, por decirlo de alguna manera. La confianza, esa cosa tan importante para vivir, está rota en muchos campos, partida por la mitad. El 11 de septiembre marcó un antes y un después. Pero desde mucho antes, cosas tan respetables, tan antiguas, tan simbólicas y terrenas a un tiempo como la justicia o los derechos humanos atravesaban ya una crisis global dentro de un sistema de creencias puesto en duda.

¿Hay justicia? ¿Hay derechos humanos? Si la justicia y la defensa de los derechos humanos estaban representados por el pueblo americano, si éramos tan ingenuos como para creer en la estatua de la libertad y en todo lo que ella representaba, nada nos libera ahora de la estupefacción y la duda.

Por supuesto, cada uno cree en lo que le da la gana. Unos confían en determinada marca de detergentes, y otros en un sistema adelgazante revolucionario. Algunos hasta creen en sí mismos. Y tal vez en un ser superior, que ya no es un dios, sino un presidente de la nación, o un presentador de televisión, o un actor de Hollywood.

La gente pone su fe incluso en sus plantas o sus mascotas, porque, dicen, nunca les abandonarán. La fe se deposita en un boleto de lotería que te puede hacer rico. Incluso en un abono al gimnasio que cambiará tu vida. Es normal que nuestro sistema de creencias sea tan heterodoxo. Miren a la oveja Dolly. Tan sana que parecía ella, tan lozana que nos iba a curar todas las enfermedades. ¡Ahora está coja! Nuestra confianza está tan maltrecha que ya nadie se fía de nada. Para creer en política, por ejemplo, hay que estar a) loco, b) convencido, o c) atontado. Julio César decía que los hombres tienden a creer aquello que les conviene. Tomémosle en cuenta.

Alguien dijo también que, en ocasiones, la mentira se convierte en el orden universal. Lejos de perder la fe, tendemos a creer incluso a sabiendas que en nuestro ideal, en nuestro paisaje, hay algo que no encaja. La desconfianza en la totalidad nos hace mirar las cosas desde la distancia y la ironía. Por ejemplo: ¿Quién cree en el presidente Bush? ¡La gente cree ahora en la galleta, no en el presidente! La galleta ha superado la realidad de Bush.

La actualidad que vemos a través de nuestro aparato de televisor es interpretable, o más bien, ha de ser interpretada. No hay más que ver los campos de concentración donde están hacinados los presos talibanes. Según los americanos, no son presos de guerra, sino terroristas. Nunca tendremos la seguridad absoluta de que lo que vemos no es un espejismo, un delirio, así que nuestra visión del mundo podría estar deformada, llena de fantasmas, de cosas irreales. Incluso el euro se parece a la moneda tailandesa. Y algunos aventuran la posibilidad de que Escrivá de Balaguer tenga más milagros de los que se le atribuyen.

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La ciencia atraviesa también una etapa efervescente no exenta de burbujas de aire. La última noticia acerca del aroma de papá -que es lo que más excita a las mujeres- parece de risa. Afortunadamente, dentro de un panorama de actualidad tan extravagante como el que desfila cada día antes nosotros, nada parece extraño.

Un criminal de guerra como Ariel Sharon manda en Israel. Los bancos no dejan sacar sus ahorros a los argentinos. Nada raro. Porque hay que reconocer que creemos en este caos. A pesar de nuestra desconfianza, necesitamos tener fe en que la globalización no será eso, el orden universal de la mentira. Algo en nuestro interior, quizás nuestra propia condición humana, grita que la verdad triunfará.

No resulta extraño que esta sea la época de la desconfianza. Desconfianza ante el futuro. Y, no obstante, seguimos adelante. No hay vía de retorno. Es imposible detenerse y reflexionar. El tren del mundo avanza a toda velocidad, inexorable, y algunos pasajeros desconfiamos. Pero no hay por qué generalizar. Están incluso los que creen que habrá un mundo mejor para sus hijos. Ingenuos, si se quiere. Están empeñados, estos testarudos, en que todavía no todo está perdido.

Este tipo de inocencia, según todos los indicios, es lo que mantiene el Universo en marcha.

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