Columna

El mandarín

Ya se sabe que los españoles padecemos el vicio hipócrita y santurrón de la necrofilia. Basta con morirte para que hasta tus más enconados enemigos vengan a derramar lágrimas de saurio sobre tu tumba. He visto estos excesos muchas veces, pero creo que con Cela hemos alcanzado una de las mayores cotas de miseria elegíaca. La pompa laudatoria ha sido tan frenética que incluso he llegado a oír que era un hombre 'de una delicadeza increíble' y 'educadísimo', cuando, seamos sinceros, la verdad es que era un señor bastante desagradable, egocéntrico y grosero.

Como los humanos somos muy comple...

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Ya se sabe que los españoles padecemos el vicio hipócrita y santurrón de la necrofilia. Basta con morirte para que hasta tus más enconados enemigos vengan a derramar lágrimas de saurio sobre tu tumba. He visto estos excesos muchas veces, pero creo que con Cela hemos alcanzado una de las mayores cotas de miseria elegíaca. La pompa laudatoria ha sido tan frenética que incluso he llegado a oír que era un hombre 'de una delicadeza increíble' y 'educadísimo', cuando, seamos sinceros, la verdad es que era un señor bastante desagradable, egocéntrico y grosero.

Como los humanos somos muy complejos y hasta el alma más brusca puede tener un rincón de gentileza; y como la vida es tan maravillosa que incluso los seres más malvados, más idiotas o más insoportables pueden encontrar gente que les ame (y ahora estoy hablando en general y no pretendo calificar a Cela, que, por ejemplo, no tenía nada de idiota), estoy segura de que hay un buen puñado de parientes y amigos de don Camilo que le lloran y le alaban sinceramente. Pero el merengue general de ditirambos se parece demasiado a una farsa penosa.

De hecho, es la farsa del poder. El ritual de muerte de Cela, con sus loas hiperbólicas y la consabida visita a la capilla ardiente de 'todos' los que mandan en este país, de los Reyes para abajo, ha sido un perfecto desfile de vanidades, como diría un autor barroco. Hace años que Cela ya no era un escritor, sino el mandarín de las letras de este país. Ocupaba, pues, el lugar oficial del poder literario; pero resulta que poder y literatura son palabras antitéticas e irreconciliables, porque el escritor ha de ser justamente esa persona que se esfuerza por desenterrar la verdad de debajo del entramado de jerarquías, mentiras y mercadeos de la vida social. El escritor, en fin, debe ser como ese niño que, al contemplar el cortejo real, grita que el monarca está desnudo; mientras que los mandarines forman parte de la comitiva. Cela poseía un inmenso talento literario, pero me parece que hace tiempo prefirió el poder a la literatura, y por eso para mí ya llevaba muerto bastantes años. Y ahora los poderosos le han enterrado con rimbombantes y vacías formalidades como lo que era: uno de los suyos.

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