Columna

Camino de santidad

El 9 de enero se cumplió el centenario del nacimiento de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, y al parecer este año la celebración será doble, puesto que el sacerdote aragonés acompañará al capuchino Diego José de Cádiz y a otros religiosos de honda raigambre hispánica en el recinto privilegiado de los santos. El acontecimiento provocará una cierta tristeza en quienes por un momento creímos posible una humanización del catolicismo al calor del pontificado de Juan XXIII y del Concilio Vaticano II, pero resulta plenamente lógico, habida cuenta de la dirección tomada por la Igle...

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El 9 de enero se cumplió el centenario del nacimiento de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, y al parecer este año la celebración será doble, puesto que el sacerdote aragonés acompañará al capuchino Diego José de Cádiz y a otros religiosos de honda raigambre hispánica en el recinto privilegiado de los santos. El acontecimiento provocará una cierta tristeza en quienes por un momento creímos posible una humanización del catolicismo al calor del pontificado de Juan XXIII y del Concilio Vaticano II, pero resulta plenamente lógico, habida cuenta de la dirección tomada por la Iglesia en el largo reinado de Juan Pablo II. Así por lo menos dejarán de ser necesarios aquellos boletines que algunos recibíamos por razones ignotas, en cuyas páginas se cantaban las excelencias de la Obra y de su fundador, con ese José María convertido en Josemaría al modo de las coplas románticas en que se cantaban personajes de otro signo, y con la retahíla de pequeños milagros e intervenciones casi mágicas donde el estudiante que no sabía matemáticas lograba dar con la fórmula tras la oportuna jaculatoria dirigida a monseñor o la familia afligida por los extravíos extramaritales del padre, una vez fracasadas otras invocaciones sagradas, recuperaba al pecador apenas pronunciada la oportuna oración dirigida al futuro santo.

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Este tipo de propaganda opusdeísta, a la pata la llana, es comparable a las escenas filmadas en que monseñor Escrivá, con su acento de baturro listo y socarrón a lo Martínez Soria, hacía andar a Cristo entre las cacerolas ante un auditorio embobado de monjitas colombianas o de neófitos filipinos. El mensaje del Opus Dei sería entonces de un populismo ingenuo. Nada más lejos de la realidad. Guste o no su figura, y a pesar del deliberado primitivismo de un lenguaje religioso que en Camino, Surco o Forja no se anda con teologías, Escrivá de Balaguer supo realizar con inteligencia un difícil proyecto: cómo forjar unas élites católicas de mentalidad ultraconservadora, pero hábiles en el acceso al poder y en el uso de 1as técnicas propias de la modernidad. No es extraño que el Opus gustase al papa Wojtila, otro defensor acérrimo del regreso a una Iglesia conservadora y moderna al propio tiempo. La fórmula de Escrivá podría definirse como un integrismo tecnocrático.

La historia de las órdenes religiosas en el último milenio es la de una serie de respuestas orgánicas a retos planteados a la supervivencia del catolicismo eclesial. Cuando el edificio central amenaza quiebra, surgen para apuntalarlo, tal y como presenta la pintura de Asís a san Francisco a modo de un superman que sostiene a la iglesia a punto de derrumbarse. Fueron entonces dominicos y franciscanos para contrarrestar la herejía con la predicación y la Inquisición. Luego frente a la Reforma, san Ignacio organizó a los gudaris de Jesús que elogiaba Sabino Arana, un verdadero ejército auxiliar dispuesto a penetrar capilarmente a la sociedad, hasta sus centros de poder, conjugando absolutismo de los principios y pragmatismo, espíritu de lucha frente al 'enemigo', cohesión y disciplina.

El Opus Dei vino a subsanar dos puntos de debilidad de la Compañía de Jesús: ser exterior al mundo seglar y ser visible. En el Opus, la primacía absoluta la ejerce el sacerdote de la obra, sometido a la propia jurisdicción -por algo Escrivá estudió el posible antecedente de esa autonomía en la figura de la abadesa de las Huelgas-, pero la intención es penetrar ampliamente en la sociedad civil, apuntando mediante una suma de vectores individuales a los lugares de poder, nunca mencionados, sin hacerse visibles al exterior. El mensaje de Camino resulta inequívoco: no es para 'la muchedumbre', sino para quienes tienen vocación de 'águila' y de 'ángel' respecto de los más, sometidos sólo a la férrea disciplina de los sacerdotes de la Obra y de la Iglesia. La clásica mortificación se une a 'la contabilidad' que cada uno lleva como empresario de los propios actos. Integración desde el individuo que lleva a autoanularse en la lucha contra el enemigo: '¡Señor, líbrame de mí mismo!', llega a exclamar. Desde el punto de vista de un poder confesional, el balance es innegablemente positivo. Como contrapartida, la sociedad secreta no es el mejor cauce para la vida democrática.

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