Tribuna:

¿Amar a Europa?

Con suerte, hacia 2004 tendremos una Constitución europea y seremos ciudadanos de un país desconocido. Tal vez sea mejor así, pues el roce íntimo suele terminar como el rosario de la Aurora. Pero pídanos adhesión, no amor. No elijamos a un pobre, solidaricémonos con los pobres. La fidelidad a unos principios exige más, pero desgasta menos que el amor a los padres que nos trajeron al mundo. (No en todos los casos, me curo en salud). Aunque la lealtad a las grandes abstracciones, cuando no espuria, requiere un cierto grado de civilización de la que no da el bachillerato. En cuanto al amor es, ci...

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Con suerte, hacia 2004 tendremos una Constitución europea y seremos ciudadanos de un país desconocido. Tal vez sea mejor así, pues el roce íntimo suele terminar como el rosario de la Aurora. Pero pídanos adhesión, no amor. No elijamos a un pobre, solidaricémonos con los pobres. La fidelidad a unos principios exige más, pero desgasta menos que el amor a los padres que nos trajeron al mundo. (No en todos los casos, me curo en salud). Aunque la lealtad a las grandes abstracciones, cuando no espuria, requiere un cierto grado de civilización de la que no da el bachillerato. En cuanto al amor es, ciertamente, un producto volátil, una química errática, una chamba que se produce y con mayor frecuencia no se produce según Dios y el diablo saben qué confluencia de factores internos y externos. Tal vez cuanto mayor el anhelo más ineficaz el resultado, pero esto es capítulo aparte; me lo trae a la mente el caso Swann, ese personaje tanto tiempo loco por una mujer que en realidad ni siquiera le gustaba. El evangelio según Marcel Proust.

Europa, patria mía. De eso, un cuerno. Una vez, de ello hace mucho tiempo terrenal, una entonces joven de por aquí dijo en mi presencia que para ella Cuenca era el extranjero y en cambio en París se sentía en casa. Lancé una risa mimética, de imitación, aunque sincera. La chica, mosqueada, me pidió explicaciones, un atentado a mi crónica desgana. Le dije que ante la disyuntiva y siendo joven como todavía era, sin duda escogería París para vivir. La balanza tiene dos platillos y el francés tenía más peso. Con todo, el factor simbiótico arrojaba más carga en el platillo de Cuenca. A partir de cierta edad uno puede cambiar de idea y de sentimientos, pero no de contexto. El envoltorio es inextirpable y se paga un precio por querer ignorar su existencia. No estoy hablando ni de amor ni de odio y tampoco estoy haciendo juicios de valor. Conrad revolucionó el estilo literario inglés y creo que aún hay algún crítico que le busca la clave. Pero el escritor, cercana su muerte, la había revelado: es que pienso en polaco, dijo. Polaco era su envoltorio (que no es sólo una lengua) y probablemente le sirvió de mucho para construirse la concha de su soledad. Cuenca está ahí al lado y el taxista conquense en Valencia tal vez añora el pueblecito, pero no siente la sensación de no pertenencia, Valencia no le es extraña.

Hablo de una alienación sin causa, 'hormonal', de tono menor, pero con todo tan molesta que puede agriar irremediablemente una vida. En Filadelfia me recibieron con los brazos abiertos, me dieron un espacioso despacho y servicios secretariales. Me invitaban a tantas reuniones y guateques que pronto empecé a declinar cortés y embusteramente. Vivía en una preciosa casa colonial de dos plantas y a la dueña, una buena mujer judía americana, sólo le molestaba de mí que recibiera a una joven descendiente de alemanes y austriacos. La ciudad, cuna de la independencia americana, conserva a barrios sus orígenes casi intactos. Se distinguía Filadelfia por su afición a la música clásica, esa paradójica droga salvavidas. Buen marisco a precios casi irrisorios, grandes vinos y qué más. Yo amaba y sigo amando aquel mundo con toda la no demasiada exhuberante energía de mi afectividad; pero con un pie en tierra de nadie. Poco dado a la añoranza, el metabolismo sentimental me ponía trabas, hacía que me sintiera un algo intruso. Intuía que también mis huéspedes mantenían su pequeña lucha particular con un cuerpo extraño; eran demasiado amables, ponían demasiada carne en el asador para hacerme olvidar que yo era extranjero y latino, e intentaban a su vez metabolizarme. You are now one of the bunch, me dijo una vez una cándida joven. Yo era ya de la pandilla. Ese tremendo 'ya' me hizo acordarme de mi triste pandilla juvenil, obreros todos de leves borracheras de domingo, mal vino y suculentos tomates como tapa, que la bolsa no daba para más. Nunca volvería a recitarles a Bécquer, en realidad nunca les volvería a ver; pero con ellos jamás hubo un 'ya', jamás hubo conquistadores ni conquistados, integradores e integrados. Hoy, con el peso de los años, la balanza se inclinaría del lado de Cuenca. No es mi ciudad, pero esa incómoda sensación de no pertenencia, de extrañeza, no se produce cuando piso una ciudad de las Españas. Creo haber constatado que lo mismo les ocurre a otros que emigraron pasada ya la adolescencia y lo hicieron cortando amarras, para no volver o volver tarde, en el otoño u ocaso de sus vidas. Me decía una jubilada que emigró a Alemania ya adulta y por las mismas fechas que lo hice yo: Fue como un sueño de cuarenta años y del que raras veces me acuerdo.

Europa lejana, estamos institucionalizando la lejanía.

No soy, Dios me valga, antieuropeísta sino cosmopolita y universalista; pero esto último, con las precauciones implícitas en todo lo que llevo de artículo. A lo que cabría añadir que siendo la UE ya casi un hecho económicamente e incluso políticamente irreversible, bastaría el más elemental sentido pragmático para adherirse. Puede que Europa nos sumerja en la asepsia, pero con pan y zarandajas; fuera del paraguas europeo, el pan sería problemático y las zarandajas tal vez sanguinolentas. Así pues, viva Europa.

Con todo, no dejarán de causarme extrañeza los grandes europeístas; sobre todo los periféricos, como es el caso de Ortega: un gran europeísta periférico. En el apiñamiento del centro la costra o corteza es más frágil gracias a la intensidad del contacto de hoy e incluso de ayer. Pero cuando Ortega dice que toda guerra entre europeos es una guerra civil; cuando afirma que 'Europa fue siempre como una casa de vecindad, donde las familias no viven nunca separadas, sino que mezclan a toda hora su doméstica existencia', ¿qué pensamos? Pensamos en élites y en desarrollos hegelianos del Espíritu y algunos, es astros y asteroides, en muertos por causas ajenas a su voluntad, pero no a la voluntad de otros; oh Parménides, ego te absolvo.

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Ortega cita a Montesquieu: 'Europa es una sola nación compuesta de varias'. Pero Montesquieu decía en el fondo lo mismo de toda la humanidad. Veía la unidad subyacente a una gran diversidad, que para algo fue un buen racionalista, de la estirpe de los de liberalismo sin democracia.

Sea Europa, aunque mejor, con más democracia y menos liberalismo.

Manuel LLoris es doctor en Filosofía y Letras.

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