Columna

Para no engordar

La Navidad es también un estado físico: un estado de voracidad, días de inmensas comilonas de empresa y familia. Las alianzas en torno al trabajo o la sangre se establecen y refuerzan en la mesa. Existe un nexo entre religión y comida, y los prejuicios dietéticos quizá sean la clave de todos los prejuicios. Nuestro dulce navideño, con sus dos escuelas tan distintas, Estepa y Antequera (la Andalucía de Fernando el Santo frente al Reino de Granada), es una masa de harina y manteca de cerdo, es decir, un test para descubrir a moros y judíos que no celebraban la fiesta del Niño Jesús

La Nav...

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La Navidad es también un estado físico: un estado de voracidad, días de inmensas comilonas de empresa y familia. Las alianzas en torno al trabajo o la sangre se establecen y refuerzan en la mesa. Existe un nexo entre religión y comida, y los prejuicios dietéticos quizá sean la clave de todos los prejuicios. Nuestro dulce navideño, con sus dos escuelas tan distintas, Estepa y Antequera (la Andalucía de Fernando el Santo frente al Reino de Granada), es una masa de harina y manteca de cerdo, es decir, un test para descubrir a moros y judíos que no celebraban la fiesta del Niño Jesús

La Navidad es carnal: es una pandilla, por ejemplo, a la que veo devorar cuatro kilos de cigalas, tres de quisquillas de Motril, 108 ostras. ¿Quién no se abandonaría al arrebato gastronómico? Estas fiestas son omnívoras, de pescados y pavos: hinchan los cuerpos y acaban provocando malestar. Puede ser horrorosa la repentina revelación de uno mismo en los espejos de los grandes almacenes donde se compran compulsivamente regalos: el cuerpo como un opulento árbol de Navidad atiborrado de cintas y bolas, el cuerpo lleno y el alma insatisfecha. Gracias a Dios, en un periódico italiano encuentro los consejos que Vogue America da a sus lectoras para no engordar en estas fiestas voraces.

Vogue propone vivir estos días en estado de libertad alimenticia vigilada. Primero: comer desnudas delante de un espejo. Segundo: mantener billeteras, despensas y neveras vacías. Más recomendaciones: tener las manos ocupadas para que no busquen la comida, pintarse las uñas a la hora de comer, por ejemplo. Tener siempre la boca llena: beber agua sin parar para ir incesantemente al váter, que no quede tiempo para sentarse a la mesa (pero ¿no será difícil beber y pintarse las uñas a la vez y además ir al váter?). Y, por fin, ingerir tisanas amargas a base de alcachofas e hinojos, depurativas, por si se cae en la tentación del alimento. Las sugerencias de Vogue presuponen el aborrecimiento del propio cuerpo (¿por qué, entonces, preocuparse tanto por él?, digo yo) y el castigo a uno mismo. (No entiendo cómo nadie ha demandado todavía al ramo de la alimentación, que, además de estropearnos y deformarnos con sus productos, hace publicidad para que nos deformemos y estropeemos comiendo.)

Y encima cae en mis manos un artículo de Guido Ceronetti: los mataderos son nuestra sombra, dice Ceronetti. La gente se castiga para no comer mientras los animales son castigados para ser comidos. Se trata de animales dopados, inyectados con antibióticos, estrógenos y tranquilizantes, sometidos a alimentación intensiva en la vida artificial y claustrofóbica de las granjas industriales, que, quizá tenga razón Ceronetti, son la sombra o el reflejo de nuestra experiencia laboral. Y, más aún, en estas jornadas de feliz despilfarro gastronómico, un matadero lanza cientos de kilos de carne, sangre y despojos, al vertedero y aparecen en el río Campanillas de Málaga. El responsable del matadero sospechoso ha pronunciado una frase digna de abrir una novela de crímenes o un tratado de filosofía moral:

- Si aparece un pedazo de cerdo se puede saber que es un cerdo, pero no su procedencia.

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