Columna

Beato varón

El frío de Granada era un frío con frufrú de sotanas por la Plaza de Alonso Cano y silencio de iglesia. Recuerdo aquella suavidad de canónigos y me creo instantáneamente el vídeo de Bin Laden. De charla con algunos correligionarios, Bin Laden es un muestrario de modales religiosos mientras bendice a Dios por la muerte del enemigo (Enemigo: así se le llamaba al demonio). Practica Bin Laden una suavidad que no está en contradicción con el sentido más cruel del espectáculo: en nombre de Dios pueden montarse barrocos y teatrales autos de fe o el prodigio de un avión que se estrella contra un edifi...

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El frío de Granada era un frío con frufrú de sotanas por la Plaza de Alonso Cano y silencio de iglesia. Recuerdo aquella suavidad de canónigos y me creo instantáneamente el vídeo de Bin Laden. De charla con algunos correligionarios, Bin Laden es un muestrario de modales religiosos mientras bendice a Dios por la muerte del enemigo (Enemigo: así se le llamaba al demonio). Practica Bin Laden una suavidad que no está en contradicción con el sentido más cruel del espectáculo: en nombre de Dios pueden montarse barrocos y teatrales autos de fe o el prodigio de un avión que se estrella contra un edificio lleno de gente, algo que supera cualquier imaginación, según uno de los participantes en la tertulia religiosa. Lo que me hace verosímil el vídeo que vende Bush son esas manos amaneradas que suben y bajan y se unen jabonosamente, y las voces suaves de los oficiantes del crimen: esa suavidad de príncipes de Dios. Hay un envilecimiento de los buenos modales: cuando la suavidad es una coraza de insensibilidad.

A esta gente de Dios les encantan los uniformes, los disfraces: túnicas o guerreras de camuflaje, anillos, el sello de Dios en un dedo. Su bendita humildad es una coquetería salvaje: una vez vi las tiendas de sotanas en Roma, las joyas sacerdotales, los gemelos de oro con la cruz y las desaforadas cruces para el cuello de algún desaforado cantante de rap disfrazado de arzobispo. Propaganda y coquetería regia coinciden en la videomanía de Bin Laden y su santo equipo de trabajo. ¿Cuál es el ambiente en las mezquitas de Arabia?, pregunta Bin Laden. Se pronuncian sermones que se graban en vídeo, le responden. Estos musulmanes rigidísimos son increíblemente vídeoadictos, aunque su religión condene las imágenes.

Nunca he sido vídeoadicto, soy más bien musulmán en mi relación con las imágenes, pero Don DeLillo cuenta en una novela cómo un establo se convierte en monumento por una sola razón: es el establo más fotografiado del mundo, casi como la Alhambra. Cada foto lo convierte en más monumental, como cada vídeo parece hacer más real a Bin Laden: ahí está, en ese escaparate de televisores de la calle Hileras malagueña, o en Madrid, en un taxi por la castellana, en un concurso humorístico-radiofónico, dos entradas de cine para quien responda con mayor ingenio a la siguiente pregunta: ¿Dónde te esconderías si fueras Bin Laden? ¿Bajo un traje y una barba de Papa Noel o Rey Mago?

No soy vídeoadicto pero casi quiero que estas Navidades sean grabadas y fotografiadas y vistas sin fin por quienes las celebren: a ver si estos días de esperanza y buenos deseos adquieren realidad, consistencia perdurable. Vemos muy pocas imágenes de la guerra y tenemos la sensación de que la guerra no existe, aunque exista el enemigo, ese diablo musulmán de modales almibarados que en un vídeo bendice a Dios por la muerte de los que no son inocentes. Nunca he encontrado a Bin Laden más verosímil, más verdaderamente humano, que en estas apacibles imágenes de su beatitud feroz. A otra escala, a una escala liliputiense, me recuerdan gestos que yo conocí, de niño, en una Granada de invernales iglesias.

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