Columna

Un niño de la guerra

Es una ley inexorable en el negocio cinematográfico que el éxito llama al éxito, pero también que el fracaso precipita fracasos mayores. Es inexorable, pero no entre nosotros porque gracias (o por desgracia) a una política de subvenciones que primó durante años aspectos más subjetivos que la taquilla o la envergadura artística del proyecto subvencionado, muchos avispadillos labraron una carrera que hoy, con otras normas legales y, sobre todo, con otra sociología del público, se ha frenado en seco: más vale tarde que nunca.

No siempre, empero, la taquilla o la crítica han sabido apreciar...

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Es una ley inexorable en el negocio cinematográfico que el éxito llama al éxito, pero también que el fracaso precipita fracasos mayores. Es inexorable, pero no entre nosotros porque gracias (o por desgracia) a una política de subvenciones que primó durante años aspectos más subjetivos que la taquilla o la envergadura artística del proyecto subvencionado, muchos avispadillos labraron una carrera que hoy, con otras normas legales y, sobre todo, con otra sociología del público, se ha frenado en seco: más vale tarde que nunca.

No siempre, empero, la taquilla o la crítica han sabido apreciar los valores escondidos en ciertos filmes, en determinadas trayectorias que, en el menguado panorama industrial (es mucho decir, pero dejémoslo así, para entendernos) catalán, y a medida que pasan los años, brillan con singular intensidad... a condición de que alguien se preocupe por rescatar esas joyas imperecederas.

Que el éxito se ha portado muy mal con la generación de cineastas catalanes nacidos alrededor de la guerra civil no admite mucha discusión: puntualmente reivindicados por algunos tronados, entre los que se encuentra este firmante, los de la Escuela de Barcelona han ido dejando huellas -de conciencia autoral, por ejemplo- que ahora, con José Luis Guerin, Marc Recha y unos pocos más, han crecido en hermosas películas, personales en la mejor acepción de la palabra. Pero no cabe duda que muchos de ellos, desde el inquieto Pere Portabella hasta el cada día más orgullosamente marginal José María Nunes; desde el ocasional Jordi Grau hasta el notable Gonzalo Suárez, por citar un par de casos de trasterrados hacia Madrid, tienen hoy problemas serios para continuar con unas carreras que tan buenos momentos han proporcionado a cualquier espectador sensato e interrogador.

También los ha tenido, y cómo, Jaime Camino, ese niño que nació en plena guerra civil y, como buena parte de su generación, ha hecho de la exploración de la memoria, personal y colectiva, del conflicto el motor de su cine. Un cine al que, al menos en los últimos 10 años, no hemos podido asomarnos: sencillamente, también para él parecía llegada la hora de una retirada prematura. Y hete aquí que, como ese otro ilustre, magnífico resucitado de la dorada década de 1960 que es Joaquín Jordá, Camino ha vuelto por sus fueros.

Y como si de un joven se tratase, se lanzó por esos mundos, por Rusia y las Castillas, a entrevistar a contemporáneos suyos, algunos, tres en concreto, primos carnales a quienes apenas conocía. Criaturas un poco mayores que él, que en plena ofensiva fascista, en 1936, fueron enviadas a la Rusia soviética esperando -vana, terrible espera la de sus padres- recuperarlas pocos meses después, cuando se hubiera conjurado el peligro.

La película se llama Los niños de Rusia, se estrenó el 30 de noviembre y es una dolorosa preciosidad, un canto a la memoria, esa víctima de nuestros días. Con una lucidez que sólo admite una definición desgarradora, una veintena de españoles desgranan sus recuerdos, cuentan penalidades, pequeñas batallas ganadas al infortunio, y ante el espectador desfila, sencillamente, todo el siglo XX. La cámara de Camino registra los testimonios, y el hábil autor de La vieja memoria nos vuelve a obsequiar con la inteligencia de su mirada, de su montaje, de su concepción del cine al servicio de la colectividad. A veces, pocas veces, merece la pena esperar 10 años.

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