Columna

El día de la patria

El 10 de octubre, al atardecer, en una hora casi equidistante entre el último minuto del Día de la Comunidad Valenciana y el primer segundo de la fiesta nacional, me bañé en el Mediterráneo, al norte de Castellón. Desde el agua, me dije: esa playa y esa costa son Eurasia. Nunca había caído en tal evidencia, que me empujó a un vértigo cosmopolita: ya no me servía la identidad local, ni la nacional, ni la continental siquiera. Donde el mapa establecía Oropesa de Mar yo sólo sentía Eurasia. Esa cinta de tierra, calculé, llega ininterrumpidamente hasta el estrecho de Bering pasando por Estambul y ...

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El 10 de octubre, al atardecer, en una hora casi equidistante entre el último minuto del Día de la Comunidad Valenciana y el primer segundo de la fiesta nacional, me bañé en el Mediterráneo, al norte de Castellón. Desde el agua, me dije: esa playa y esa costa son Eurasia. Nunca había caído en tal evidencia, que me empujó a un vértigo cosmopolita: ya no me servía la identidad local, ni la nacional, ni la continental siquiera. Donde el mapa establecía Oropesa de Mar yo sólo sentía Eurasia. Esa cinta de tierra, calculé, llega ininterrumpidamente hasta el estrecho de Bering pasando por Estambul y Suez; por el Yemen natal de Bin Laden; por Bombay y Shanghai; por la península de Kamchatka. Soy eurásico, me dije con inquietud. Pero como la definición era un espejismo, la abandoné. Bajé luego a la escala europea, tan prestigiosa y cívica, mas pronto me tuve por muy lejano de herzegovinos y kosovares, entre tantos otros pueblos orientales. Cuando me detuve en la escala de la UE, no fui capaz de implicarme como debía en el destino finlandés, al margen de compartir con aquel bello y lacustre país moneda y cristianismo. Entré en la península luego, y descendí a la escala estatal, de cuya Constitución me reclamo patriota. A partir de ahí fui incapaz de sindicar mi identidad, exceptuando la de mi villa natal, que es un vínculo ya más literario que otra cosa. Extraviado entre los himnos, todavía sumergido en el mar y en el crepúsculo donde confluían Valencia y España, aprecié que algo me consideraba yo ibérico. Que entre Girona y Lisboa, A Coruña y Alicante alienta una gracia propia y parecida. Que ni siquiera los talibanes de Euskadi pueden negar que son ibéricos por mucho que renieguen de España. Me sentí ibérico, modestamente, con el agua al cuello. Y sentirse ibérico es sentirse iberoamericano, porque los dos estados ibéricos allí tienen su prolongación esperanzada y estrepitosa. Me hizo feliz ese descubrimiento viejo. Pero después me dije que más allá de la identidad individual no existe ninguna otra. Y me tuve por niño travieso, por desertor de mis ensoñaciones en el agua. Pero me sentí mucho mejor.

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