Columna

¿Vivir?

No hay disensiones sobre la condición abominable de estos terroristas que atentaron contra Estados Unidos. La humanidad se encuentra consternada ante la crueldad que ha impulsado a destrozar la existencia de miles de personas. Pero hay algo más allá del horror por las miles de muertes. Y es, no ya la muerte que infligen los terroristas sobre una parte de la civilización, sino la muerte que ellos a sí mismos se otorgan. Habrá armas más poderosas o complejas que aplasten circunstancialmente esta especie asesina, pero en la húmeda sustancia que persista tras el ensañamiento renacerá el cultivo de...

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No hay disensiones sobre la condición abominable de estos terroristas que atentaron contra Estados Unidos. La humanidad se encuentra consternada ante la crueldad que ha impulsado a destrozar la existencia de miles de personas. Pero hay algo más allá del horror por las miles de muertes. Y es, no ya la muerte que infligen los terroristas sobre una parte de la civilización, sino la muerte que ellos a sí mismos se otorgan. Habrá armas más poderosas o complejas que aplasten circunstancialmente esta especie asesina, pero en la húmeda sustancia que persista tras el ensañamiento renacerá el cultivo de un alma que no encuentra en nuestra naturaleza humana, adobada históricamente, nada semejante a su poder. Los ejércitos, compuestos por personajes vivos, pueden enfrentarse y despedazarse contra otras legiones de seres vivientes, pero la victoria está perdida si frente a la voluntad de vivir se opone la fatal indiferencia de llegar a morir. De hecho, lo que hace a los terroristas de este atentado tan temibles es que conspiran ante nostoros sin el gravoso peso de la vida, dispuestos a morir y formados para perecer en la destrucción de forma que su bioquímica cerebral es ajena a la nuestra y su facultad de disolución es incomparable a cualquier otra química de la disolución. El enemigo no es de nuestra misma condición ni parece formado de la misma materia, y no comparte, misteriosamente, el binomio de ser o no ser.

En nuestro mundo se opone el bien al mal, lo pleno a lo vacío, la guerra a la paz, la vida a la muerte, pero hay una cultura, religiosa y primaria, en la que no hay segregación entre agua y fuego, entre hombres y animales, entre naturaleza y Dios, ni tampoco entre la vida y la vida eterna. Es una cultura donde el intercambio simbólico responde a reglas que ya no conocemos ni se asemejan a las que han evolucionado históricamente con nuestras creencias. Se podrá organizar una captura exhaustiva contra esa clase de fanáticos, se desplegará el mayor dispositivo científico para aniquilar sus conspiraciones y sus cuerpos, pero es difícil que muera su inmortal raíz: su ecuación moral de ser o dejar de ser en este mundo; su diálogo mental llevado hasta la afilada equivalencia entre vivir o no vivir.

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