Reportaje:

El esplendor de Madinat al-Zahra

Algunas carencias lastran la exposición de los Omeyas, que concluye el 30 de septiembre

La exposición El esplendor de los Omeyas en Madinat al-Zahra es el acontecimiento cordobés del año. En las paradas de taxis los conductores cargan viajeros para el conjunto monumental a 1.800 pesetas la carrera y en la ciudad se siente la satisfacción por la puesta en valor de un enclave que, hasta ahora había permanecido en el margen de su oferta cultural y turística.

Al hilo de la muestra, que se clausurará el próximo 30 de septiembre, ha sido mucha la tinta vertida y también crecido el caudal de comentarios, positivos los más, negativos los menos. En medio de ellos alguno ha a...

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La exposición El esplendor de los Omeyas en Madinat al-Zahra es el acontecimiento cordobés del año. En las paradas de taxis los conductores cargan viajeros para el conjunto monumental a 1.800 pesetas la carrera y en la ciudad se siente la satisfacción por la puesta en valor de un enclave que, hasta ahora había permanecido en el margen de su oferta cultural y turística.

Al hilo de la muestra, que se clausurará el próximo 30 de septiembre, ha sido mucha la tinta vertida y también crecido el caudal de comentarios, positivos los más, negativos los menos. En medio de ellos alguno ha arremetido no contra la exposición propiamente dicha sino contra su título: no existe esplendor en los Omeyas, se viene a decir, porque la poesía del período es muy mala y la arquitectura, efímera.

Es cierto que el esplendor de la poesía andalusí es posterior; pero poner como prueba de la mala construcción de la época las mismas ruinas de Madinat al-Zahra es como decir que la arquitectura griega era mala, dado que el Partenón está para el arrastre. Es verdad que la catedral de Aquisgrán, donde se corona Carlomagno, sigue en pie, pero no mejor que la mezquita de Córdoba, la que escucha la primera plática de Abderramán III casi el mismo año. Eso no tiene nada que ver con la arquitectura sino con el uso continuado.

En la muestra cordobesa se echa en falta una cuestión: la de contemplar la Historia en toda su plenitud. Sin Mahoma no hay Carlomagno, dijo hace muchos años el historiador Henri Pirenne cuando descubrió que la Edad Moderna no era sino el producto de dos edades medias, cada una de ellas tan mala y tan buena como cualquier mitad de las cientos o miles que la Historia contiene.

Es probable que si la dinastía Omeya hubiera permanecido en Siria habría acabado siendo un apéndice de una nación árabe dirigida, primero por Irak, después por Persia y, más tarde, por Turquía. Pero, a lo mejor, España tampoco hubiera sido algo más que una provincia de alguna de las potencias centroeuropeas.

Sin Al-Ándalus no hay España, se podría decir parafraseando al profesor francés. Los Omeyas hispanos o andalusíes (no andaluces, efectivamente) son uno de los polos de la Europa que entonces empieza a construirse; el reino de los francos de Carlomagno (que tampoco es Francia) es el otro. Y el esplendor de cada cual, como es natural, relativo: muy grande con respecto a los convulsos tiempos anteriores, más pequeño si se compara con el del Renacimiento.

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Ese sentido de las dos mitades es algo que se echa en falta en la exposición cordobesa, donde lo Omeya aparece como si se tratara de restos de un mito parecido a la Atlántida. Al visitante medio que llega al conjunto califal se lo despista con unas colecciones de objetos que no acierta a ubicar en un contexto geohistórico.

Y ello por dos razones: en primer lugar, porque faltan piezas tan importantes como las arquetas de Leyre y de Fitero o el bote de Zamora que revelarían las conexiones de Córdoba con Navarra y Castilla. Y, en segundo, y esto es lo más importante, porque lo que desaparece de la exposición es la propia Madinat al-Zahra, reducida a un simple contenedor de vitrinas. Resulta cuanto menos torpe haber colocado las piezas arquitectónicas (columnas, capiteles...) en el edificio basilical y las de orfebrería, numismática, cerámica... en el Salón Rico porque, por este método, se ha velado el propio Salón y sus arcos, columnas y capiteles que son, precisamente, los mejores de la muestra.

Como los edificios -tanto los anteriores como los demás del conjunto- no han sido debidamente resaltados por medio de paneles u otros elementos que explicaran no los qué sino los por qué, se produce el despiste del visitante no demasiado versado en esa otra media Historia de España.

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