Columna

El extraño viaje

A veces en verano también se viaja hacia el interior. Que no es lo opuesto a la costa sino a lo de fuera. Suele organizarlos la misteriosa compañía Dentro y pueden tener por recorrido la memoria, o ser viajes de exploración de sí, o consistir en abandonarse a la reflexión cuando no al vacío. Lo bueno es que muchas veces son viajes que sobrevienen sin haberlos programado. Lo bueno o lo inquietante, porque le arrastran a uno sin que valgan ni seguros ni hojas de reclamación. Cuando se viaja hacia adentro los inconvenientes y las sorpresas están garantizados. El autobús se interna hoy en una plaz...

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A veces en verano también se viaja hacia el interior. Que no es lo opuesto a la costa sino a lo de fuera. Suele organizarlos la misteriosa compañía Dentro y pueden tener por recorrido la memoria, o ser viajes de exploración de sí, o consistir en abandonarse a la reflexión cuando no al vacío. Lo bueno es que muchas veces son viajes que sobrevienen sin haberlos programado. Lo bueno o lo inquietante, porque le arrastran a uno sin que valgan ni seguros ni hojas de reclamación. Cuando se viaja hacia adentro los inconvenientes y las sorpresas están garantizados. El autobús se interna hoy en una plaza. Y se detiene no en los comienzos de la plaza pero sí en los de su última urbanización a fines de los 50. Unos chavales encuentran maravilloso que no haya aún pavimento sino obras que a sus ojos se vuelven gigantescas. Ha llovido, la plaza es una piscina de cuando no se conocían piscinas, un mar de cuando el mar era un recuerdo todavía más lejano.

La plaza es música, una novia muy querida -vivía por donde los soportales y su evocación agriendulza la plaza-, encuentros, la primera feria del libro con el primer libro comprado sopesando las perras, descubrirse y descubrir el mundo desde los veladores de la terraza del viejo café, oponerse en manifestación a la brutalidad de los liberticidas, tardes solitarias en que el invierno le ponía a uno el corazón de metal, horas de sueños y esperanzas, demasiado bullicio de unas fiestas un tanto salvajes pero la luz de la madrugada apaciguando por un rato la falta de respuestas, el rincón del sol para los fríos huesos de los viejos, el café con los amigos hecho de expectación en estado puro, el cielo límpido de algunos ocasos, el rumor del agua, el tiempo que va pasando y deja atrás a la propia plaza, la plaza de los que vienen y habrán visto su primera plaza y quizá busquen, más tarde, la amistad en los veladores de los viejos cafés o la vida en otro soportal.

Sólo que ya no hay plaza. El viaje se vuelve fiasco porque le lleva a uno adonde no podrá seguir estando. Y es que, por alguna extraña razón, a los humanos nos gusta que pueda perdurar el hilo entre el antes y el después, de ahí que nos abata la ruptura de la continuidad sentimental. Pero hay quien no lo entiende así porque cree haber encontrado valores de rango superior y en la plaza sólo ve un problema de aparcamiento, amén de dinero enterrado bajo la forma de plazas de garaje. El problema no es que lo vea de ese modo sino que imponga su punto de vista avasallando a quien no lo comparta, aunque tenga para eso que cargarse la plaza. A los viajes interiores les pasa esto -lo dije-, se desarrollan imprevisiblemente y, lo que es más, saltan del interior al exterior con una extraña y desconcertante exactitud, de modo que uno creía estar viajando por la Plaza del Castillo, no ya de Pamplona sino de su memoria, y acaba dándose de narices con la injusticia.

Porque otro nombre no tiene lo que se ha hecho allí como no sea más grueso; ¿qué tal ultraje o cacicada? Frente a un Ayuntamiento que trata de construir un parquin subterráneo surge una oposición ciudadana que consigue más firmas que las necesarias para que se convoque una consulta y el Consistorio -que ya se ve en qué consiste- no sólo hace caso omiso sino que pisotea la ley y, para pisotear más, mete unas excavadoras a fin de que, al amparo de la noche y después de que concluyan las fiestas que han dejado grabada la plaza en las retinas de cientos de miles de visitantes -porque no se podía ofrecer al amigo extranjero una plaza apabullada y desadoquinada-, arremetan contra la plaza y le rompan, en primera instancia, los árboles, que son el elemento más frágil y el más difícil de reemplazar al ser tiempo. Luego, el cabildo se queja de que la gente se manifieste y, tomando el rábano por las hojas, descalifica a los ciudadanos declarándolos propensos a la algarada. Mal viaje para la democracia éste en que se burla de sus propias reglas, mal precedente que se arremeta contra los derechos y la educación sentimental de quienes son la ciudad, la plaza y el consistorio. Hay veces en que debajo de las plazas no sólo hay valores arqueológicos sino, simplemente, humanos.

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