EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Cuando todo está dispuesto para trasladar las mercancías a la nave, aparece el contralor de la Estación Espacial, que comunica a Horacio que él y toda la tripulación a su cargo están detenidos por intentar comprar artículos de contrabando, que quedan igualmente confiscados. Sin embargo, la señorita Cuerda y el delincuente Garañón, en una rápida acción, consiguen que Horacio y los suyos puedan huir.

11 Domingo 9 de junio (continuación)

La situación distaba de ser halagüeña para los que tratábamos de huir de la persecución de los enfurecidos estibadores de...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Resumen. Cuando todo está dispuesto para trasladar las mercancías a la nave, aparece el contralor de la Estación Espacial, que comunica a Horacio que él y toda la tripulación a su cargo están detenidos por intentar comprar artículos de contrabando, que quedan igualmente confiscados. Sin embargo, la señorita Cuerda y el delincuente Garañón, en una rápida acción, consiguen que Horacio y los suyos puedan huir.

11 Domingo 9 de junio (continuación)

La situación distaba de ser halagüeña para los que tratábamos de huir de la persecución de los enfurecidos estibadores de la Estación Espacial Fermat IV, pues si bien los sucesos referidos se habían producido con gran celeridad, cuando llegamos ante las compuertas de la dársena con intención de salir al andén exterior y regresar a la nave, dichas compuertas ya se habían cerrado y el mecanismo de apertura debía de estar en la torre de control situada al otro extremo de la dársena.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Ordené al segundo segundo de a bordo que tomara dicha posición y accionara el mecanismo de apertura.

Respondió que para ello era preciso atravesar las filas de los estibadores, a los que se acababa de sumar un destacamento de guardias de asalto armados de ametralladoras, que había acudido a la dársena atraído por los disparos o como parte de un plan preconcebido, y añadió que de todos los ocupantes del carromato la persona más indicada para llevar a cabo aquella operación bélica era yo.

En este debate estábamos cuando de improviso las compuertas empezaron a abrirse a la medida de nuestros deseos.

Animado por este inesperado e inmerecido giro, anulé la orden precedente y ordené a Garañón que enfilase la boca de la dársena, preguntándole también si no podía ir un poco más deprisa. Respondió que iba a la velocidad máxima que permitía aquel tipo de vehículo y sugirió que nos agacháramos, porque los guardias de asalto habían empezado a disparar sus ametralladoras contra nosotros. Ordené que así se hiciera y di ejemplo ocultándome el primero entre los sacos de cacagüeses.

Habíamos conseguido franquear las compuertas cuando vimos correr hacia nosotros a un personaje que nos hacía gestos desesperados para que le esperásemos. A pesar de que ya había empezado a envolvernos la turbia atmósfera del exterior, reconocí en aquel personaje al gobernador de la Estación Espacial Fermat IV. Considerándolo parte de la conspiración, si no inductor y cerebro de la misma, ordené a la señorita Cuerda que le pegara un tiro, a lo que ella se negó alegando razones humanitarias, pues se trataba de un pobre anciano.

Incluso en su estado de deterioro físico consiguió el gobernador alcanzar el carromato y pidió que le ayudáramos a subir a él. Le pregunté por qué habíamos de hacerlo y respondió, alzando la voz para dominar el fragor del tiroteo, que había sido él quien había abierto las compuertas en el momento crítico para facilitar nuestra huida, lo cual a buen seguro había de costarle la vida a manos de sus propios secuaces si lo dejábamos en tierra.

Como en su voz, apenas inteligible, había un tono de innegable sinceridad, y los agujeros que las balas iban perforando en los faldones de su albornoz parecían confirmar lo expuesto por él mismo, di orden de que lo izaran, pues por sus solas fuerzas no habría podido hacerlo.

Con notable esfuerzo, entre el segundo segundo de a bordo y la señorita Cuerda subieron al carromato al gobernador, el cual, exhausto por la carrera y los peligros corridos, hizo amago de sufrir un síncope, del que tal vez no habría salido si el abnegado doctor Agustinopoulos no le hubiera practicado la respiración boca a boca con tal esmero que quedó el gobernador confuso pero redivivo.

Repuesto el gobernador y preguntado por la razón que le había impulsado a traicionar a su gente y pasarse a nuestro bando en circunstancias tan poco favorables, respondió que ya nos lo explicaría cuando nos halláramos a salvo en el interior de la nave y ésta se hubiera alejado de la Estación Espacial, cosa que, a su juicio, no iba a resultar fácil.

Los acontecimientos parecían confirmar el desesperanzado diagnóstico del gobernador, porque al destacamento de guardias de asalto se había unido ahora un carro de combate de tracción a orugas y, por consiguiente, de velocidad de crucero muy superior a la nuestra, provisto de dos ametralladoras pesadas y un cañón giratorio en la torreta con el que fácilmente podía hacer saltar por los aires el carromato y a sus ocupantes tan pronto alcanzara la distancia necesaria para ello, es decir, en unos pocos segundos.

Mientras tanto, ajenos por completo a lo ocurrido y, por lo tanto, al peligro mortal en que nos encontrábamos, los ocupantes de la nave se aprestaban a dispensarnos un jubiloso recibimiento, creyéndonos portadores de las vituallas y artículos necesarios para su supervivencia.

A través de la turbia y ponzoñosa atmósfera exterior, por la que avanzaba el carromato a velocidad de caracol, podíamos ver la escotilla de la nave abierta, iluminada y adornada con gallardetes, y en su interior al primer segundo de a bordo, Graf Ruprecht von Hohendölfer, D. D. M. de F., alias Tontito, vestido de gala y en actitud solemne, pues, tomando a nuestros perseguidores por un comité de honor, se disponía a pronunciar una alocución protocolaria tan pronto llegásemos al pie de la escotilla.

Tratando de dominar el fragor de la tolvanera, grité al primer segundo de a bordo que activara las defensas de la nave y que sin dilación abriera fuego sobre el carro de combate que nos daba alcance. Pero no me oyó, y aunque me hubiera oído, poco habría podido hacer, porque yo mismo, por un error de apreciación, había dado orden de desactivar el sistema de defensa y ataque de la nave en prueba de buena voluntad para con los canallas de la Estación Espacial que ahora nos seguían con intenciones asesinas.

Leí la desaprobación en las miradas de mis acompañantes y traté de explicarles que tal era la grandeza y miseria del mando, pues todo el mundo reclama para sí el mérito cuando las cosas salen bien, pero responsabiliza al jefe cuando vienen sesgadas.

No tuve tiempo, sin embargo, de desarrollar enteramente mi argumentación, porque el carro de combate que nos iba a la zaga disparó su cañón en aquel preciso instante.

Por un error de cálculo pasó el proyectil zumbando sobre nuestras cabezas y fue a estallar a escasos metros del casco de la nave, provocando una abolladura de consideración y daños en la pintura. Este ataque pilló por sorpresa al primer segundo de a bordo, al que vimos caer al suelo y permanecer tendido, bien porque la onda expansiva le hubiera alcanzado privándole del conocimiento, bien porque se hubiera desvanecido del susto.

Se disponía el carro de combate a efectuar un segundo disparo sin duda definitivo, habiendo corregido en el ínterin el ángulo de tiro, cuando se vio una deflagración en la escotilla de la nave, se oyó un estruendo y una granada describió un arco impecable y dio de lleno en el carro de combate, reventando su blindaje, haciendo volar su santabárbara y produciendo entre sus ocupantes una mortal escabechina.

Prorrumpimos en vítores alegres los ocupantes del carromato, retrocedieron despavoridos los guardias de asalto y los estibadores que avanzaban a cubierto del carro de combate y, de este modo, pudimos llegar sin ulteriores contratiempos a la nave. Metimos las mercaderías de cualquier modo por la escotilla mientras rugían los motores y, concluida la tarea y para no dar tiempo al enemigo a reagrupar sus fuerzas y volver al ataque, di orden de cerrar las escotillas, desensamblar la nave y poner rumbo a cualquier parte.

Y así, gracias a mi serenidad, decisión y temple, acabó con bien esta peligrosísima aventura.

Martes 11 de junio

Ayer, lunes 10 de junio, me tomé un día de merecido descanso en la redacción de este grato informe, que hoy reanudo aprovechando la calma propia de una navegación sin tropiezos, aunque no sin preocupaciones.

Disponemos de provisiones de boca, productos cosméticos y agua en abundancia, pero la imposibilidad de reemplazar los balastos perdidos, con la consiguiente inestabilidad de la nave, así como la escasez de medicinas, pues el doctor Agustinopoulos, a quien había confiado este ítem, ha hecho acopio de bebidas alcohólicas y otras sustancias tóxicas y ha olvidado por completo la farmacopea, me han obligado a poner rumbo a otra Estación Espacial, ligeramente desviada de nuestra trayectoria, pero de la que el Astrolabio da inmejorables referencias.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

Capítulo anterior | Capítulo siguiente