ÓPERA

Dudosos insertos

Todo ente lírico (el término ha trascendido desde hace mucho lo lingüístico y lo geográfico para señalar a las grandes casas de ópera que gestionan sus propias producciones y programación, ya sea a la italiana, o con otros módulos de calendario) que se precie admite como parte de su quehacer básico las reposiciones de su repertorio propio. Es una noble práctica que genera nueva afición -y por qué no, emergente melomanía- y amplía el espectro de difusión de los títulos. Esta Vida breve inauguró los fastos de apertura del Real cuando aún la lámpara se movía insistiendo en tener vida propia y han...

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Todo ente lírico (el término ha trascendido desde hace mucho lo lingüístico y lo geográfico para señalar a las grandes casas de ópera que gestionan sus propias producciones y programación, ya sea a la italiana, o con otros módulos de calendario) que se precie admite como parte de su quehacer básico las reposiciones de su repertorio propio. Es una noble práctica que genera nueva afición -y por qué no, emergente melomanía- y amplía el espectro de difusión de los títulos. Esta Vida breve inauguró los fastos de apertura del Real cuando aún la lámpara se movía insistiendo en tener vida propia y han pasado cuatro cortos y rápidos años.

La vida breve posee su universo ligado al verismo (que los cantantes acentuaron con discreción en las pantomimas y el gesto), con un argumento trágico que le liga a la tradición tardorromántica y la convierte en unas bodas de sangre, un amor imposible por la diferencia de clases y la traición donjuanesca.

Las sustituciones de anoche, tanto de la voz masculina que señala la partitura de Falla para los versos "Yo canto por soleares..." como la del coreógrafo de la producción original (José Antonio y la Compañía Andaluza de Danza) estrenada en 1997, son de dudoso gusto y aceptación. No se puede presuponer qué le hubiera parecido a Manuel de Falla esta falsa novedad; la voz en sus obras escénicas se ha prestado a diversos juegos: en El sombrero de tres picos y en El amor brujo son geniales apuntes a la acción bailada prevista en el libreto, y el tratamiento empasta a la voz como un instrumento más. Se recuerda a Berganza en Sombrero... y a Gabriel Moreno en La vida breve. En El amor brujo la incursión de Carmen Linares resulta inolvidable, con el propósito de acentuar la referencia colorista del flamenco. Pero aquí los resultados son, en estricto estético, más que discutibles. Estrella Morente goza de un protagonismo desmedido y quita ritmo a la literatura dramática de la ópera. Los fragmentos ballabile de La vida breve no son interludios separados de la acción. Hay que entenderlos dentro del todo de la obra.

Antonio Márquez -según muchas voces hoy, el artista de danza preferido de la familia Aznar- es un bailarín de rompedora presencia escénica. Su trayectoria le ha llevado a una carrera algo acelerada de la coreografía. Lo coréutico compromete desde un ángulo muy tangencial al acto de bailar. Si se coreografía para uno mismo se necesita de una preceptiva distancia estética que le limite y le ilumine; son las bridas virtuales del pudor en la escena. Su baile solista es excesivo y tópico.

La batuta de Pedro Halffter justificó un coro excelente, cuyo papel tra le quinte en el primer cuadro es fundamental y una orquesta atenta a los matices. Los cantantes estuvieron en su sitio sin demasiado brillo, a excepción de la entrega y madurez de Mabel Perelstein. El vestuario retiene los hallazgos, hoy asentados, del estreno, como los detalles rondeños y ecijanos, que le relacionan con las estampas de Villaamil, Llovera Bofill y Casas.

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