Editorial:

El muro de Cachemira

Otra reunión al más alto nivel entre India y Pakistán, difícilmente puesta en pie, ha naufragado por la incapacidad de ambos enemigos en ponerse siquiera semánticamente de acuerdo sobre cómo referirse a Cachemira, el crucial escollo por el que llevan disputadas dos guerras. Pese a todo, el encuentro a la sombra del Taj Mahal entre el primer ministro indio, Vajpayee, y el recientemente autoproclamado presidente paquistaní, general Musharraf, no es un estrepitoso fracaso entre dos interlocutores que se miran con desconfianza suprema. De la cumbre de Agra, que se prolongó un día más de lo previst...

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Otra reunión al más alto nivel entre India y Pakistán, difícilmente puesta en pie, ha naufragado por la incapacidad de ambos enemigos en ponerse siquiera semánticamente de acuerdo sobre cómo referirse a Cachemira, el crucial escollo por el que llevan disputadas dos guerras. Pese a todo, el encuentro a la sombra del Taj Mahal entre el primer ministro indio, Vajpayee, y el recientemente autoproclamado presidente paquistaní, general Musharraf, no es un estrepitoso fracaso entre dos interlocutores que se miran con desconfianza suprema. De la cumbre de Agra, que se prolongó un día más de lo previsto, ha salido al menos el compromiso mutuo de volverse a encontrar en la ONU en septiembre y la disposición de Vajpayee a aceptar una invitación para viajar a Pakistán el año próximo.

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Cachemira lleva medio siglo envenenando las siempre complicadas relaciones entre dos países nacidos de la partición de uno solo. La sombra omnipotente del territorio himalayo en disputa impide a Islamabad y Delhi tratar constructivamente ningún otro de los muchos asuntos que les conciernen. India considera oficialmente como propia la única región de mayoría musulmana de la federación, de la que controla su mayor parte.

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Pakistán alega que este dominio se hace contra la voluntad de sus habitantes y reclama un referéndum. La situación de Cachemira, donde se produjeron hubo decenas de muertos durante las conversaciones de Agra, ha escalado su peligrosidad desde que los dos vecinos del subcontinente indio son potencias nucleares. Hace dos años se estuvo al borde de otra guerra, cuando Pakistán, en una operación diseñada por el entonces jefe del Ejército, Musharraf, penetró en la zona india. Los combates cesaron sólo tras una enérgica intervención de Clinton.

Estados Unidos también ha apostado fuerte ahora por el diálogo. Washington ha advertido a India, que persigue el reconocimiento de su estatura mundial, de que no puede esperar un papel de árbitro internacional sin establecer la paz con su vecino. El autócrata Musharraf, por su parte, necesita como el aire el aval exterior y algo que ofrecer a su opinión pública para mantener el timón de un país en el abismo económico y al borde de la fractura. Cachemira, de profundas resonancias entre los paquistaníes, es el aglutinante de numerosos grupos extremistas islámicos que, con apoyo de Islamabad, hacen de su liberación el objeto mismo de su existencia.

Sin concesiones mutuas, Cachemira es una insoportable espoleta armada en el sur de Asia. India y Pakistán deben dar prioridad al establecimiento de medidas de confianza, desde comerciales hasta militares y de tránsito, que vayan ablandando su solidificada enemistad. Su misma incapacidad para hablar es una de las causas del enquistamiento actual. Desde este punto de vista, la reunión de Agra, tras dos años y medio de silencio hostil en las alturas, es un mínimo paso adelante.

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