Tribuna:

El clero

El obispo de Urgell cree 'en una campaña anticlerical para desacreditar a la Iglesia'. Llega a hablar de 'un verdadero programa secreto, pero eficiente' (La Vanguardia) cuyo fin es el desprestigio de la institución religiosa. O sea, una conspiración. Nada más y nada menos que una conspiración mediática en España y en toda Europa. ¿También política? De las declaraciones del cardenal Rouco y de otros prelados más cercanos se desprende que, si no conspiración, al menos existe animosidad. ¡Animosidad del PP contra la Iglesia! Uno piensa, piadosamente, que nuestro clero es demasiado suscepti...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El obispo de Urgell cree 'en una campaña anticlerical para desacreditar a la Iglesia'. Llega a hablar de 'un verdadero programa secreto, pero eficiente' (La Vanguardia) cuyo fin es el desprestigio de la institución religiosa. O sea, una conspiración. Nada más y nada menos que una conspiración mediática en España y en toda Europa. ¿También política? De las declaraciones del cardenal Rouco y de otros prelados más cercanos se desprende que, si no conspiración, al menos existe animosidad. ¡Animosidad del PP contra la Iglesia! Uno piensa, piadosamente, que nuestro clero es demasiado susceptible.

Las 'circunstancias difíciles' por las que la Iglesia atraviesa en España, se concretan en algunos hechos que, por lo visto, los medios de comunicación no deben hacer públicos. Por ejemplo, el caso de los misioneros africanos violadores de monjas. En su defensa, se ha llegado a decir que estos hombres son nativos y que en África la promiscuidad sexual está muy enraizada en la cultura. Violar a una monja (supongo que también nativa) no es tan grave visto desde esa óptica. La prensa (por ejemplo yo, ahora, y sin ningún deseo animoso ni ser un conspirador) puede decir que no es de recibo ordenar sacerdote a quien no está debidamente cristianizado. Sabemos que la Iglesia necesita gente, pero es mala táctica y mala estrategia endulzar los requisitos, ya que el remedio puede ser peor que la enfermedad. Pues pocos pero buenos son mejor garantía para la salud de la institución que muchos pero salpicados de garbanzos negros; a lo que me referiré más adelante.

La Iglesia es una institución que, en sus días de esplendor, días que fueron siglos, extendió su poder y su influencia hasta tal punto que consiguió el control de atribuciones en la entonces muy disputada lucha institucional. Otras grandes instituciones, como la familia, el gremio, incluso el incipiente estado moderno, cedieron terreno ante la Iglesia. Es natural que así fuera. La vida del ser humano era, como escribiría más tarde Hobbes, 'cruda, brutal y breve'. Contra esta condición, sólo la Iglesia ofrecía el consuelo de la otra vida, eterna y perfecta. El antídoto de aquella vida miserable en la tierra lo suministraba la doctrina que Dios había transmitido a su intermediario terrenal, la religión cristiana.

¿Y bien? El anhelo de espiritualidad y trascendencia subsiste, como lo prueba, sin ir más lejos, el florecimiento de sectas. Son muchos los que se atienen a un teísmo light. Todavía, unos terceros viven sin Dios, pero sustituyéndolo, consciente o inconscientemente, por los vacíos placeres del consumo hedonista. Entre todos ellos le han usurpado ya a la Iglesia gran parte de su clientela. No hay que desdeñar, por otra parte, los efectos colaterales de la ciencia, que es un obús temible que la razón le lanza a los sentimientos, en concreto, a la fe. El anhelo de espiritualidad, la nostalgia de una vida futura mejor que la presente, no han sido aniquilados, pero ya no son territorio casi exclusivo de la Iglesia. Estos anhelos, intrínsecos al ser humano (el hombre es el único animal consciente de que tiene que morir y camufla su rechazo con formar varias de evasión), se llevan en solitario o se trasladan a las sectas o bien se ahogan en el hedonismo, cuando no en el mecanismo de la rutina. Entonces hay que preguntarse por qué la Iglesia ha perdido el monopolio de la esperanza. No saldrá del pozo (pues en términos históricos es eso, un pozo) culpando a enemigos y conspiradores imaginarios. Me atrevo a lanzar algunas sugerencias, aunque sin la menor esperanza.

1. En el clérigo no se honra a la persona, sino el cargo, dice nuestro clero, y prelado hay que urge a que nos levantemos respetuosamente en presencia de un cura. No nos extrañemos pues de que haya clérigos corruptos, ya que su carne es flaca, como la de todo quisque. Disiento. En el sacerdocio, el cargo y la persona son (casi) una y la misma cosa. Un cura no es un hombre como los demás, contrariamente a lo que se dice. Porque no podrá dejar de tener tentaciones, pero como representante de Dios en la tierra ha de reprimirlas, bien con el rezo y accesorios, bien con la fuerza de la voluntad. El cardenal Rouco se lamenta de que veamos lo malo, pero no lo bueno, mucho más abundante. Esto es simplista, con perdón. La abnegación y el heroísmo de muchos curas es lo que se les supone, dado lo que representan. Es cumplimiento de un alto deber, de una misión sagrada, si se quiere; y nada más ni nada menos. Un solo cura pródigo en caídas destruye mucho de lo que hacen los buenos. Y no hay uno solo, sino que cada día la prensa informa, como es su deber, de más casos. ¿Se pretende que los callemos?

2. Si la Iglesia conociera más a fondo una asignatura, Cambio social, tendría mejor imagen. Pero se obstina en defender causas absolutamente perdidas, extraviado como tiene el paso del tiempo. No tengo autoridad para afirmar que la píldora del día después es o no abortiva, como defienden respetables médicos católicos a los que se atiene la Iglesia. Pero en el imaginario colectivo mayoritario la batalla está irreversiblemente ganada por los científicos de la otra trinchera, los que afirman que de aborto nada, pues la píldora impide la fecundación. Incluso muchos jóvenes católicos practicantes hacen caso omiso del sexto mandamiento. (En Estados Unidos, la gran mayoría). Si la Iglesia, en lugar de buscarle otra salida al dilema se encierra en una resistencia numantina de algo que ya no tiene remedio, lo único que gana es impopularidad, y escepticismo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

3. La Iglesia tiene que estar siempre del lado del bien y de la justicia, lo que equivale a decir, casi exclusivamente, de los débiles. ¿Es necesario hacer una lista de dictaduras amparadas por un clero, de posicionamientos no precisamente favorables a los más débiles? Los casos se repiten a diario.

Es muy difícil, en tiempos de cambio acelerado, no pisar en falso. Nuevos valores se superponen a otros antiguos, sin que estos últimos hayan muerto todavía. De ahí gran parte de la angustia de nuestro tiempo. Pero también hay valores que, sin vigencia ya en los corazones, sus guardianes defienden a ultranza. Medite esto la Iglesia, que está dicho sin parcialidad y sin encono. Pero si se empecina en que los dedos se les antojen huéspedes, en ver enemigos donde no los hay, mal lo tiene.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

Archivado En