Tribuna:

Multiculturalismo: política, no metafísica

En un libro publicado hace casi diez años, Heymat-Babylon, traducido acertadamente al castellano como Ciudadanos de Babel, Cohn-Bendit y Schmitt calificaban el multiculturalismo como un 'laberinto de equívocos'. Como intentaré mostrar en lo que sigue, a juzgar por algunas recientes intervenciones, continúa siéndolo.

Pero quizá convenga recordar antes algunas obviedades. La más elemental supone negar de raíz un planteamiento frecuente: no tiene sentido discutir si la multiculturalidad es buena o mala. Es un fenómeno social, la presencia en un mismo espacio de soberanía de g...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En un libro publicado hace casi diez años, Heymat-Babylon, traducido acertadamente al castellano como Ciudadanos de Babel, Cohn-Bendit y Schmitt calificaban el multiculturalismo como un 'laberinto de equívocos'. Como intentaré mostrar en lo que sigue, a juzgar por algunas recientes intervenciones, continúa siéndolo.

Pero quizá convenga recordar antes algunas obviedades. La más elemental supone negar de raíz un planteamiento frecuente: no tiene sentido discutir si la multiculturalidad es buena o mala. Es un fenómeno social, la presencia en un mismo espacio de soberanía de grupos (no sólo de individuos) que se reclaman de diferentes identidades. Como tal, la existencia de sociedades multiculturales no es una novedad ni obedece a un único molde: China, Brasil, Nigeria, Canadá, Guatemala, Australia, Holanda, Francia -sí, Francia- o España lo son. En rigor, apenas hay sociedades monoculturales. Pero ni los factores, ni los agentes de esa multiculturalidad, ni las exigencias que plantean, ni las soluciones pueden ser idénticas. Aunque antes de predicar esas soluciones o excluirlas hay que hacer el esfuerzo de conocer aquellas realidades.

Esta llamada al realismo implica que el debate no debiera encaminarse a establecer catálogos de las esencias identitarias para, a renglón seguido, formular criterios de excelencia cultural que permitan jerarquizar e incluso excluir algunas de ellas como inaceptables. Como tampoco es útil la bucólica pretensión opuesta según la cual la mera existencia de una tradición otorga carta de legitimidad para su reconocimiento, sin que de ello deriven dificultades, sino armonía de contrarios. El expediente de legitimar cualquier rasgo de identidad cultural, como el de estigmatizar una cultura porque alguna(s) de sus prácticas, instituciones o valores de su tradición plantea conflictos con las mayoritariamente aceptadas, no contribuye ni a entender ni a gestionar las sociedades multiculturales. Porque lo que plantea la multiculturalidad es una cuestión normativa o, más claramente, política, y no esencialista o metafísica. Es sobre todo una cuestión de modelos, de políticas de gestión de la realidad multicultural, de sus exigencias, de sus conflictos. Por eso he tomado prestada la paráfrasis de Rawls (Liberalism: Political, not metaphysical), formulada por uno de los mejores especialistas que conozco, el suizo M. Gianni.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El lector avisado, a estas alturas, habrá advertido la diferencia entre hablar de sociedades multiculturales o de ideología o filosofía del multiculturalismo. Justo es reconocerlo. Como todo concepto interpretativo, el multiculturalismo tiene una dimensión descriptiva y otra normativa. Pero si lo importante es el debate sobre el modelo, ¿qué receta nos ofrece esa peligrosa ideología?

De nuevo hay que comenzar por negar la mayor. Frente al fantasma del multiculturalismo como dogma, como iglesia o cenáculo monolítico habría que reconocer que, al igual que en el liberalismo, hay muchas versiones de la filosofía multiculturalista. Por eso es necesario evitar los prejuicios, las generalizaciones, como la que hay detrás de tantos 'análisis' que denuncian su irrupción como el nuevo y más peligroso enemigo de la democracia, verdadero caballo de Troya del 'enemigo cultural' (Sartori dixit).

Es muy cómodo enfrentarse con adversarios incoherentes y, por añadidura, malvados y torpes. Resulta muy lucido alancear al flamígero dragón, sobre todo cuando se encuentra encadenado. Pero las reglas del fair play exigen una cierta voluntad -y esfuerzo- de conocimiento de los argumentos criticados antes de ejercer la crítica. Y no ha sido el caso de una parte de quienes ocupan la 'trinchera' soi-dissant liberal en su ejercicio de demolición del fundamentalismo multiculturalista presentado como la única versión del multiculturalismo. Pondré dos ejemplos de ese proceso de estigmatización: uno acerca de las supuestas tesis fundamentalistas y otro sobre los protagonistas de las mismas.

Si hay que hacer caso a la ortodoxia 'antimulticulturalista', su denuncia es condición sine qua non para evitar la barbarie que significativamente trata de invadirnos (insisto, la barbarie siempre es de fuera): ablación del clítoris, negación de la condición de persona a la mujer, práctica de sacrificios humanos... El mundo que desearía la ideología del multiculturalismo sería un infierno de exclusiones, de infinitas celdas en las que los ayatollahs de cada secta practicarían impunemente sus inmundos particularismos. La verdad es que, si ésos fueran los riesgos del multiculturalismo, la respuesta es muy sencilla: bastaría con afirmar los derechos elementales y desaparecería la amenaza. Pero ni todas las prácticas rituales son ablaciones ni todas las reivindicaciones de reconocimiento de derechos específicos consisten en quemar a la viuda en la pira funeraria del marido. Y, además, la primacía de los derechos no es una receta simplista. Baste con pensar un momento, sin salir de nuestra tradición cultural, en los dilemas que plantea el reconocimiento del derecho a la vida y a la libertad personal. Lo recordaré grosso modo con algunos ejemplos: ¿son incompatibles con el derecho a la vida y a la libertad el suicidio, la eutanasia, el aborto? ¿Estamos todos de acuerdo en que el derecho a la vida no es un deber sagrado, sino un derecho y, por tanto, no puede imponerse -en el caso de la propia vida- frente a la autonomía, a la libertad de elección? ¿Debe prevalecer la laicidad sobre la libertad religiosa y de expresión?

El segundo ejemplo de estigmatización es el de los gurús de esa plaga. El caso de Taylor es ejemplar. Se le ha presentado como 'el jefe de los multiculturalistas' o el 'profeta del multiculturalismo', un chamán que, desde su púlpito académico, parece consagrado a excitar el narcisismo de las diferencias, el fundamentalismo intolerante, el particularismo gratuito y desestabilizador de la cohesión social. ¡Y todo ello se le atribuye a partir de la lectura parcial y descontextualizada de un artículo de revista! Si el lector se toma la molestia de leer alguno de sus libros, y no necesariamente el monumental Las fuentes del yo, sino el más asequible Acercar las soledades. Ensayos sobre federalismo y nacionalismo en Canadá (Donosti, Gakoa, 1999), encontrará al verdadero Taylor, y no al pelele que algunos quieren. No sólo el filósofo discípulo de Isaiah Berlin en Oxford, sino el político socialdemócrata que ha trabajado para construir una alternativa política de izquierda socialdemócrata, el PND, en Quebec, que postula la convivencia de la belle province en el marco de Canadá. Para conocerlo no se necesita más que la cortesía de leer y estudiar antes de exorcizar.

Pero si traigo estos ejemplos no es con afán apologético para con un intelectual o una ideología injustamente atacados. Sólo trato de llamar la atención sobre la necesidad de poner los pies en tierra y dejar de jugar en supuestos paraísos conceptuales. Porque lo interesante de la crítica formulada por el multiculturalismo a lo Taylor es precisamente esto. Lejos de disputas escolásticas, lo que nos plantea, como han subrayado Phillips o Benhabib, son los problemas de acceso y participación política, económica y cultural de los diferentes grupos sociales, y en particular de aquellos que no consiguen igual integración en la distribución del poder y de la riqueza, debido a su diferencia cultural, real o presunta. La conciencia de este trato injusto, de este déficit de reconocimiento que va más allá de la mera discriminación y que no puede ser satisfecho con el sucedáneo de la tolerancia ni con el sofisma de la neutralidad que deja intacta la desigualdad constitutiva, es lo que cuestiona la suficiencia e idoneidad de los mecanismos de la democracia liberal para hacer frente a la gestión de la sociedad multicultural.

Dicho de otro modo, ese multiculturalismo nos proporciona dos lecciones acerca de las condiciones de la democracia pluralista, de la gestión democrática de las sociedades multiculturales.

La primera, que la democracia pluralista exige empezar por reconocer -en lugar de negar- el carácter multicultural de nuestras sociedades. Y eso obliga ante todo a descubrir su multiculturalidad interna, previa, pero soterrada, pues la gestión política de la diversidad cultural ha consistido sobre todo en negar, en eliminar esa diversidad. El problema es que las democracias liberales se constituyeron históricamente mediante Estados nacionales que gestionaron la diversidad cultural antidemocráticamente -negando el pluralismo, institucionalizando la exclusión- y construyeron así un modelo de comunidad política que obedece al complejo de Procusto. Una noción de comunidad política, de soberanía y de ciudadanía dominadas por la obsesión de la homogeneidad y de unidad, y que, como en el mito griego, mutilaron o eliminaron o, en el mejor de los casos, sometieron a la invisibilidad pública a quienes no se adaptaron a ese molde, como ha descrito José Ignacio Lacasta en su España uniforme. Por tanto, hay que abandonar la ontología monista, la ontología de lo uno como fundamento metafísico de la política, también del Estado moderno, herencia de Maquiavelo, Bodin, Hobbes, y recordar la distinción entre diferencia y desigualdad, entre igualdad y uniformidad, entre cohesión y homogeneidad, entre unión y unidad.

Por eso, la democracia pluralista, y ésa es la segunda lección del mejor multiculturalismo, exige una lógica garantista e inclusiva, que postula la noción de igualdad compleja, de soberanía compartida o consociativa, de ciudadanía diferenciada o multilateral que cumpla con la función identitaria sin eliminar la función de status, como título formal de soberanía y derechos. Postula asimismo tomar en serio cultura y reconocimiento como bienes primarios, como necesidades dignas de satisfacción, con consecuencias jurídicas y políticas. Y no para preservar peculiaridades identitarias en peligro de extinción, sino para hacer posible el desarrollo de la autonomía, que es mucho más que el fortalecimiento de los cerrojos que permiten el espléndido aislamiento de los individuos entendidos según el modelo atomístico -mónadas, denunció Marx- propio del paleoliberalismo. Porque los seres humanos no somos islas, aunque tampoco árboles (atados a sus raíces) ni fósiles eternamente congelados.

Se trata, pues, de discutir acerca de las condiciones para 'negociar' la participación igualitaria en el espacio público desde la pluralidad, sin que ello destruya ni la cohesión ni la igualdad. Todo ello exige un debate sosegado -otra vez, político y jurídico, no metafísico o religioso- acerca de la conveniencia de reconocimiento, por ejemplo, de determinados derechos colectivos, allí donde no baste con medidas de discriminación positiva o acción afirmativa para conseguir la integración de quienes, por el hecho de su diferencia, se ven privados de participar en el espacio público en términos de igualdad. Un debate que se plantee, insisto, en clave política y jurídica, mediante argumentos orientados a la negociación y al consenso, que permitan obtener acuerdos desde el respeto a los derechos y a las reglas de juego democrático, lo que exige el respeto por el disenso, que es el punto de partida, y no un molesto coste subsidiario. Un debate que se aleje del dogmatismo y del prejuicio de quienes predican en su favor o abominan de ellos como si fuesen virtudes teologales o pecados capitales.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho.

Archivado En