Columna

Equivocarse

Parece que vivimos rodeados de seres infalibles. Nadie mete la pata; ni el delantero centro que falló ese disparo por el que nuestro equipo descenderá a Segunda División, ni el arquitecto que diseñó el flamante edificio emblemático en el que no podemos penetrar sin jugarnos la vida en unas escaleras imposibles. La culpa siempre es de otro, ya se sabe, el infierno es el otro y no hay remedio, no hay forma de evitar que los demás se dediquen de manera intensiva a hincar el remo. El arquitecto Santiago Calatrava -lo aseguran los miembros de su equipo- no es el culpable de las deficiencias del fla...

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Parece que vivimos rodeados de seres infalibles. Nadie mete la pata; ni el delantero centro que falló ese disparo por el que nuestro equipo descenderá a Segunda División, ni el arquitecto que diseñó el flamante edificio emblemático en el que no podemos penetrar sin jugarnos la vida en unas escaleras imposibles. La culpa siempre es de otro, ya se sabe, el infierno es el otro y no hay remedio, no hay forma de evitar que los demás se dediquen de manera intensiva a hincar el remo. El arquitecto Santiago Calatrava -lo aseguran los miembros de su equipo- no es el culpable de las deficiencias del flamante aeropuerto de Bilbao. Los culpables de todo, los responsables de cada coscorrón y patinazo producidos en la vistosa terminal son los obreros, virtuosos auténticos de la chapuza, currelas de tebeo.

Vivir es, sin embargo, equivocarse. No hay otra. Aprender a vivir es aprender a errar, aprender a caer y a levantarse. Lo sabía muy bien Pedro Laín Entralgo, que acaba de morir nonagenario y sabio. Yo no sé si en el país de los vascos el nombre de Laín, al día de hoy, significa algo. Supongo que muy poco. Laín nos ha dejado, en todo caso, sus equivocaciones. Ésa es su gran herencia: la rectificación y, por qué no decirlo, el arrepentimiento. En los años setenta, Laín escribió un libro, Descargo de conciencia, una autobiografía moral sin precedentes, brillante y ejemplar. Allí reconocía sus equivocaciones y repasaba su historial falangista, sus servicios a Franco en la guerra civil, sus luces y sus sombras. Dirigió la Editora Nacional y fundó la revista Escorial, fue el gran historiador de la medicina en España y un ensayista nada desdeñable. Fue un hombre, sobre todo, que admitió sus errores y supo aprender de ellos. Laín y los laínes. Les decían laínes, con sorna y un remusgo de mala uva, a los arrepentidos del primer falangismo ¿Sirve de algo recordar a Laín en el País Vasco, en esta tierra donde nadie asume el más mínimo error, la más mínima culpa, el más mínimo yerro, en esta tierra donde el monolitismo se confunde con la dignidad?

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