Tribuna:

Derrotados pero no confundidos

La diferencia esencial entre democracia y tiranía (o si se prefiere, entre democracia y dictadura) es la que viene de la relación que la una y la otra establecen con la verdad y la razón. Como el poder político no puede apoyarse descaradamente en la fuerza, el tirano pretende siempre justificar el suyo por referencia a una verdad única que quienes le combaten sólo pueden desconocer por ignorancia o malicia, sin que ahora importe mucho que esa apelación a su verdad sea cínica o sincera. El gobernante demócrata, por el contrario, no puede legitimar su poder por la superioridad intrínseca de su v...

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La diferencia esencial entre democracia y tiranía (o si se prefiere, entre democracia y dictadura) es la que viene de la relación que la una y la otra establecen con la verdad y la razón. Como el poder político no puede apoyarse descaradamente en la fuerza, el tirano pretende siempre justificar el suyo por referencia a una verdad única que quienes le combaten sólo pueden desconocer por ignorancia o malicia, sin que ahora importe mucho que esa apelación a su verdad sea cínica o sincera. El gobernante demócrata, por el contrario, no puede legitimar su poder por la superioridad intrínseca de su verdad frente a la de sus adversarios, sino sólo por ser circunstancialmente la verdad del más fuerte, la que ha logrado el apoyo de la mayoría. Pero, en contra de lo que a veces se dice, esta relativización de la verdad, esta tranquila aceptación del derecho del más fuerte, no es la renuncia a la razón, sino su triunfo. Justamente por partir del supuesto de que el procedimiento electoral es un modo civilizado y pacífico de imponerse por la fuerza, no de buscar la verdad, la democracia ha de aceptar que la de quienes triunfaron en las urnas vale tanto como la de quienes perdieron, que el debate entre esas verdades diversas sólo puede apoyarse en razones y que el eco de éstas en la sociedad ha de verificarse mediante elecciones periódicas.

La voluntad popular es una abstracción construida a partir de voluntades reales diversas e incluso opuestas. El pueblo no habla con una sola voz, sino con muchas, las razones de los unos y de los otros valen por lo que valen, lo mismo antes que después de unas elecciones, y en consecuencia, del resultado de éstas no se sigue que los vencidos deban renunciar a las suyas, o los vencedores hayan de aferrarse tercamente a las que les dieron el triunfo. Se puede tener razón y resultar derrotado, como se puede estar equivocado y triunfar. Si la mayoría acertara siempre, la historia de las democracias sería un interminable camino de perfección, y basta mirar en torno para percibir que no es así.

Estas consideraciones banales y más bien pedantes vienen a cuento, como ya habrá imaginado el lector, de lo que nos ha pasado y nos sigue pasando después de las elecciones al Parlamento vasco; más precisamente, de las consecuencias que algunos colaboradores distinguidos de la prensa madrileña hablada o escrita han extraído de tales elecciones. Que los nacionalistas vascos o quienes están en su entorno hayan celebrado el resultado es tan poco sorprendente como que lo hayan lamentado quienes creen, como es mi caso, que, por sus características específicas, ese triunfo del nacionalismo es un obstáculo grave para la solución de los problemas reales. Menos previsibles eran, al menos para mí, los reproches que, tras su derrota, se dirigen ahora a los constitucionalistas, culpables, según parece, de errores gravísimos que deberían rectificar, no tanto, según creo entender, para aumentar sus posibilidades de victoria en la próxima ocasión como para hacerla en cierto modo innecesaria.

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Si los errores que se denuncian fueran sólo tácticos, la cosa no tendría mayor importancia. Es seguro que el estilo oratorio del presidente del Gobierno parece más hecho para despertar rechazos que para suscitar adhesiones; probablemente sea también cierto que los medios de comunicación oficiales u oficiosos se han manifestado con una brutalidad contraproducente, aunque no puedo asegurarlo porque no los frecuento; tampoco es descaminado pensar que no se puede pasar sin riesgo del Ministerio del Interior a la cabeza de una lista electoral en el País Vasco, aunque quienes insisten en esto no han sugerido, hasta donde sé, qué otro candidato hubiera sido más adecuado. Pero de estos errores tácticos, los críticos pasan, como si de la misma cosa se tratase, a los estratégicos. El error de fondo estaría en el 'frentismo', en el hecho de que populares y socialistas hayan hecho frente común contra los nacionalistas, metiendo en un mismo saco a los demócratas y a los violentos y borrando así la divisoria real, que es la que separa a los demócratas, nacionalistas o no, de los que no lo son. Es este error de fondo el que ahora habría que reparar mediante el regreso a una política de 'transversalidad'.

Algo sorprendente parece que resulten ser culpables de frentismo y de incapacidad para discernir lo esencial los partidos que fueron reducidos a unidad indiferenciada por un pacto entre nacionalistas, cuya coincidencia en lo esencial, llámese autodeterminación, independencia o soberanismo, les permitió olvidar, al menos circunstancialmente, las diferencias en cuanto a los métodos adecuados para alcanzar el fin. Pero tal vez, pese a que una de las cláusulas del acuerdo del PNV y EA con ETA obligaba a las partes a no entrar en acuerdos con partidos no nacionalistas, populares y socialistas pudieron olvidar que para sus adversarios ellos eran en el fondo la misma cosa, partidos españolistas, y acudir a las elecciones en orden disperso. Concedido todo esto, sigo sin ver las razones por las que ha de considerarse erróneo que no hicieran tal cosa, ni cómo podrían haber evitado la actuación en común a la que las circunstancias los forzaban.

Para explicar que la actuación en común de los dos grandes partidos en defensa de la libertad, la Constitución y el Estatuto, fue un error, se siguen dos líneas de razonamiento convergentes, en las que cabe encuadrar sin mucho esfuerzo los diversos argumentos utilizados, aunque sea muy distinta la fuerza y el brillo que reciben de las plumas o las voces que los utilizan. La primera de estas líneas es, podríamos decir, la de la inconveniencia del frentismo desde una perspectiva nacional. Los partidos 'constitucionalistas' son los dos grandes partidos españolees, los únicos capaces de asumir con eficacia el gobierno y la oposición y cuya existencia bien diferenciada es por eso indispensable para el funcionamiento de la democracia, para que quepa hablar de alternancia y no de un simple turnismo como el de la Restauración. La actuación en común, que borra o difumina las diferencias entre ellos, es un daño al sistema democrático que no se justifica por el alcance territorialmente localizado de estas elecciones. En una versión especialmente vil, incluso se ha sugerido que al fin y al cabo el número de las personas cuyas vidas se ven amenazadas en el País Vasco está en torno al 2% de la población; cincuenta mil personas, muerto más o menos, cosa de poco. En variantes menos generosas, más partidistas, de esta línea argumental, el error 'frentista' de populares y socialistas no se debe a las mismas razones. El de los socialistas estribaría en el hecho de que, pese a haber sido suya la iniciativa del pacto por las libertades, han aparecido en la práctica como simples acompañantes del Partido Popular, en una posición subordinada. El de los populares,

en haberse hecho la ilusión de que podían ganar, en haber medido mal sus propias fuerzas, o, como se ha dicho con una imagen que tal vez resultara elegante en tiempos de Montaigne, aunque más bien parece rabelaisiana, en haber pretendido sentarse por encima de su propio culo.

Como la condición de posibilidad de estos errores es la presencia en las elecciones vascas de partidos que actúan en el resto de España, la forma más simple de eliminarlos sería sin duda la de que estos partidos no concurriesen a estas elecciones, como, por ejemplo, los partidos nacionalistas vascos y catalanes no concurren a elecciones fuera de sus comunidades respectivas. Esta retirada, aunque probablemente amarga para un amplio sector de opinión (entre el 43% y el 47% del electorado vasco, según se hagan las cuentas) que se declara contrario a la famosa autodeterminación, no obligaría a estos electores a renunciar a sus ideas, pero sí a crear, para sostenerlas, un partido 'unionista', como en Irlanda, definido exclusivamente por su rechazo al nacionalismo. Una evolución que, además de no reducir los riesgos de fractura social ya presentes, nos acercaría hacia la idea del ámbito vasco de decisión que los nacionalistas propugnan.

El remedio que los críticos recomiendan para el error 'frentista' es, por eso, menos radical: no que los partidos 'españoles' abandonen a los 'españolistas' a su propia suerte o dejen de luchar por la libertad (y seguridad) igual de todos los vascos, sino que exoneren al PNV de culpa alguna por la falta de libertad (y seguridad) que unos vascos padecen más que otros y, con ello, regresen a una política que ahora, con esa pasión de nuestra clase política por los italianismos, se llama de 'transversalidad'; nueva en la denominación, pero vieja de contenido. Unirse con el PNV en la lucha contra la violencia, sin hacer preguntas sobre los orígenes profundos de ésta, ni cuestionar el derecho de los nacionalistas a mantener como objetivo irrenunciable el de lograr que los habitantes de los tres territorios históricos, quizás con Navarra, quizás sin ella, quizás junto con algunos distritos del Departamento de los Pirineos Atlánticos, quizás sin ellos, con más libertad unos y con menos otros, decidan sobre el futuro de Euskal Herria. Una aceptación obligada, según se dice, bien sea porque en democracia todos los fines son lícitos si se respetan los procedimientos, incluso cuando el fin consiste precisamente en el repudio de los procedimientos establecidos; bien sea porque puede ser alcanzado con los procedimientos existentes, si se interpretan adecuadamente las normas que los establecen, aunque el brutal asesinato de Ernest Lluch permite dudar de la eficacia de esta reinterpretación para satisfacer a los violentos.

En resumen: sin poner en cuestión el deseo sincero de los nacionalista demócratas de acabar con el terror, la debilidad de las razones con las que se argumenta el error 'constitucionalista' y la conveniencia de remediarlo mediante el regreso a una política cuya ineficacia para reducir la tensión nacionalista ha quedado acreditada por una experiencia de doce años llevan a pensar que no ha habido error alguno; que es la razón, y no el prurito irracional de mantenella y no enmendalla, la que aconseja hacer de la defensa de la Constitución y el Estatuto el objetivo primordial y común de cuantos ven en esa fórmula, hoy por hoy, la única capaz de asegurar la convivencia en paz de todos los vascos.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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