Columna

Doble duelo en París

Llegó Kuerten, se anudó la pañoleta y acabó en tres sets con el querubín de acero. La semifinal tenía un pronóstico incierto, pero finalmente ganó una de esas batallas entre caballeros de penacho y mandoble en las que cuenta más la potencia que la puntería.

En esta ocasión tenía enfrente a un enemigo muy peligroso cuyas dos mejores cualidades, la fuerza y la brillantez, eran un arma mortal cuando conseguía administrarlas desde un preciso lugar del estado de ánimo. La cuestión estaba clara: si Ferrero, un tipo seguro de sí mismo, lograba reafirmarse bajo los pespuntes de las hombr...

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Llegó Kuerten, se anudó la pañoleta y acabó en tres sets con el querubín de acero. La semifinal tenía un pronóstico incierto, pero finalmente ganó una de esas batallas entre caballeros de penacho y mandoble en las que cuenta más la potencia que la puntería.

En esta ocasión tenía enfrente a un enemigo muy peligroso cuyas dos mejores cualidades, la fuerza y la brillantez, eran un arma mortal cuando conseguía administrarlas desde un preciso lugar del estado de ánimo. La cuestión estaba clara: si Ferrero, un tipo seguro de sí mismo, lograba reafirmarse bajo los pespuntes de las hombreras y salvaba la exigua distancia que separa la confianza de la euforia, se convertía en un rival sencillamente imbatible. Ante tal problema, Kuerten optó por la única salida posible: se plantaría frente a él con las zapatillas clavadas en la línea de fondo, tensaría sus pómulos brasileños para endurecer la expresión, apretaría las mandíbulas hasta la curva de las sienes, pondría los dientes al sol y desactivaría a aquel pegador angelical oponiendo la firmeza a la confianza. En realidad, Ferrero debería soportar la inquietante experiencia de verse frente a un individuo flaco, nervudo, rápido y letal; es decir, frente a sí mismo. Parece que no pudo soportar su propia imagen. A media tarde quiso despertar, pero ya le habían ganado el partido.

Minutos después comparecían Corretja, un bondadoso deportista mediterráneo que sólo deja de sonreír por exigencias de la competición, y Grosjean, uno de esos jóvenes aspirantes que escalan los torneos desde las profundidades del cuadro y que, a diferencia de muchos de sus ilustres colegas, van hinchándose poco a poco con el aliento de los espectadores.

De pronto, el retador miró hacia arriba, vio que faltaban Santoro y compañía y supo que no defendía sus propios intereses. Ahora tendría que jugar para Francia.

Al otro lado estaba Corretja. ¿Y quién era Corretja? Aunque muy apreciado en el circuito, los críticos le consideraban un tenista de perfil bajo. Su repertorio, amplio pero lineal, no entusiasmaba a los espectadores: exhibía las mismas cualidades mecánicas que una cadena de montaje. Servía y remachaba sin perder la compostura, pero sin despertar pasiones.

Tenía algo más: sabía perfectamente que Grosjean llegaba de vencer a Agassi. Había acabado con un mito en cuatro sets y seguramente estaba aquejado del vértigo de la fama.

Àlex lo supo desde el principio, así que no le permitió que se sacudiera sus sueños de grandesse.

Cuando quiso despertar, le había ganado el partido.

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