Editorial:

Disturbios raciales

Veinte años después de los trágicos incidentes de Brixton, en el sur de Londres, han vuelto a desatarse violentos disturbios raciales en Gran Bretaña, esta vez en Oldham, en el norte de Manchester. Todos los elementos que precipitaron en los ochenta los acontecimientos de Brixton volvían a repetirse, como si las autoridades públicas hubieran olvidado aquellas lecciones: jóvenes pertenecientes a minorías étnicas (principalmente de origen paquistaní o de Bangladesh), inmigrantes de tercera generación, desocupados y provocados por grupos de blancos, también desempleados y a menudo enmarcados en o...

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Veinte años después de los trágicos incidentes de Brixton, en el sur de Londres, han vuelto a desatarse violentos disturbios raciales en Gran Bretaña, esta vez en Oldham, en el norte de Manchester. Todos los elementos que precipitaron en los ochenta los acontecimientos de Brixton volvían a repetirse, como si las autoridades públicas hubieran olvidado aquellas lecciones: jóvenes pertenecientes a minorías étnicas (principalmente de origen paquistaní o de Bangladesh), inmigrantes de tercera generación, desocupados y provocados por grupos de blancos, también desempleados y a menudo enmarcados en organizaciones de extrema derecha. En Oldham ha fallado la política hacia la juventud, las inversiones públicas y privadas, e incluso la manera en que la policía, externa a estas comunidades, intervino en un principio en estos disturbios, que han durado tres días, en los que ha hecho erupción una frustración acumulada demasiado tiempo.

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Los trágicos sucesos no deben llevar a invalidar un modelo de relaciones étnicas, con gran autonomía de las minorías, que en términos generales ha venido funcionando en el Reino Unido. Como señalaba un estudio, Gran Bretaña tiene la mayor tasa de relaciones interraciales del mundo, aunque la población inmigrada y perteneciente a minorías étnicas represente sólo un 6% del total. Como ha indicado el primer ministro laborista, Tony Blair, a nadie se le pide que renuncie a su cultura, tradiciones o religión. Lo que se les exige es 'que vivan juntos en un espíritu de tolerancia'. Puede parecer obvio, pero no lo es cuando el Partido Conservador, en la campaña electoral en curso y que finalizará el 7 de junio, ha convertido en una de sus banderas la mano dura contra la inmigración, y en particular contra el asilo. Tras lo ocurrido en Oldham resuenan trágicas las palabras racistas de Margaret Thatcher, dos días antes de estos disturbios, reclamando un concepto puro de 'britanidad' y rechazando toda idea de multiculturalismo, aunque los propios conservadores resumen su programa electoral en urdu, hindi, bengalí y otras lenguas.

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Para quienes creen que los laboristas son apenas conservadores con piel de cordero baste recordar las recientes palabras del ministro de Asuntos Exteriores, Robin Cook, vanagloriándose de que en Londres, cuando las familias se reúnen en torno a la cena, se hablen más de 300 idiomas. Esta actitud, sin embargo, no resta responsabilidad al actual Gobierno de Blair, que ha permitido que se deteriorara hasta grados extremos la situación en Oldham y probablemente en otros lugares. Sin duda, en los últimos enfrentamientos han jugado las provocaciones por parte de grupos de extrema derecha, como el Frente Nacional o el Partido Nacional Británico, o de grupos neonazis. Pero el terreno estaba abonado por las carencias en las políticas públicas de desarrollo de estas comunidades que se han quedado económicamente marginadas.

Lo ocurrido es más que un aviso de que aún queda mucho por hacer en el terreno social. El primer ministro debería escuchar los mensajes que llegan de Oldham y de otras partes del país, y actuar para recuperar estas zonas urbanas deprimidas y devolver la esperanza a sus jóvenes, sean de la raza que sean. En su segunda legislatura, si gana por la ventaja que le auguran los sondeos preelectorales, no tendría excusa para no hacerlo.

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