Columna

Elecciones

He dejado pasar una semana desde las elecciones vascas por ver si con el tiempo se me iluminaban las entendederas y era capaz de decir algo atinado sobre el asunto, pero los días transcurren y mis neuronas no terminan de dar el do de pecho. Oigo hablar a los del PNV de la 'soberana respuesta de los vascos' al pacto antiterrorista y me echo a temblar. Detesto las frases hechas y lo del 'pueblo soberano' es pura retórica. Convendría recordar, por otra parte, que los pueblos pueden equivocarse. Los alemanes eligieron en las urnas a Hitler, por ejemplo; y los argelinos, a los espeluznantes integri...

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He dejado pasar una semana desde las elecciones vascas por ver si con el tiempo se me iluminaban las entendederas y era capaz de decir algo atinado sobre el asunto, pero los días transcurren y mis neuronas no terminan de dar el do de pecho. Oigo hablar a los del PNV de la 'soberana respuesta de los vascos' al pacto antiterrorista y me echo a temblar. Detesto las frases hechas y lo del 'pueblo soberano' es pura retórica. Convendría recordar, por otra parte, que los pueblos pueden equivocarse. Los alemanes eligieron en las urnas a Hitler, por ejemplo; y los argelinos, a los espeluznantes integristas. Y hace sólo unos días, en fin, los italianos cometieron una pifia menos grave, pero también notoria, prefiriendo al impresentable de Berlusconi y dejando fuera de juego a políticos tan interesantes como Emma Bonino.

De modo que ningún dogma nos asegura la infalibilidad del electorado. La grandeza de la democracia no reside en que los votantes no puedan equivocarse, sino en ese compromiso de buena voluntad que todos aceptamos, en el hecho de que ciudadanos libres elijan libremente respetar unas reglas de juego por las cuales no manda el más fuerte, el más bestia o el más armado, sino aquel que reúna más papelitos. Lo admirable de la democracia es que, aunque los votantes desatinen, el juego en sí es sagrado. Lo sacraliza algo tan ligero y tan firme como nuestra voluntad, nuestra palabra, la decisión de ser civilizados.

Es evidente que, si la mayoría de los vascos desea la independencia, tienen todo el derecho a conseguirla. Pero esta obviedad se complementa con otra, a saber: que para que ese independentismo sea legítimo ha de ser democrático. Tal vez las pasadas elecciones hayan sido el resultado de un equívoco; lo que mucha gente votó fue nacionalismo sí o no, pero para mí lo que en realidad se dirimía era algo mucho más fundamental: las reglas del juego, la democracia misma. No puedo evitar pensar que un país que permite que un tercio de su población viva en el terror es un país mayoritariamente indigno. Aunque, quién sabe, tal vez de ahora en adelante Ibarretxe y Arzalluz sean capaces de defender a sus conciudadanos... Haré un esfuerzo e intentaré creérmelo.

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