Columna

Jeny

Durante unos meses acompañé a un amigo en su búsqueda de un piso de alquiler en el centro de Madrid. Podría hablar de ese periplo, de esa odisea, de esa descorazonadora aventura, pero quiero hablar de Jeny. Nos dijeron que se había quedado libre un piso en una calle agradable y a buen precio. Informaba el portero, que estaría allí a las cinco. Estuvimos a las cinco, nosotros. El portal estaba cerrado a cal y canto, pasaba el tiempo y el portero no venía. La desesperación inmobiliaria de la que no quiero hablar induce a los desesperados a esperar un montón y sin certidumbre, así que esperamos b...

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Durante unos meses acompañé a un amigo en su búsqueda de un piso de alquiler en el centro de Madrid. Podría hablar de ese periplo, de esa odisea, de esa descorazonadora aventura, pero quiero hablar de Jeny. Nos dijeron que se había quedado libre un piso en una calle agradable y a buen precio. Informaba el portero, que estaría allí a las cinco. Estuvimos a las cinco, nosotros. El portal estaba cerrado a cal y canto, pasaba el tiempo y el portero no venía. La desesperación inmobiliaria de la que no quiero hablar induce a los desesperados a esperar un montón y sin certidumbre, así que esperamos bastante y muy inciertamente, porque en esto de la búsqueda de piso en alquiler en el centro de Madrid rige la ley del más rápido y te quedas sin un chollo interior muy luminoso de veinte metros muy amplios a cien mil mensuales con nómina y aval bancario porque se te adelantan cuarenta.

Casi las seis y del portero, ni rastro. Entonces la vimos avanzar hacia nosotros, muy modosa, muy alta, con una discreción, casi impropia, de falda a media rodilla y mocasines, un bolsito en bandolera, una rebeca, la bolsa de una compra cualquiera. Era una mujer grande y mesurada, con maquillaje de tarde y melena por los hombros, algo velluda, no era guapa. Sacó las llaves del portal sin portero y le preguntamos por él. Sonrió al momento pero vaciló un instante, las llaves en la mano. Nos confirmó el horario del portero y también nos dijo que el portero no solía estar en su horario. Mi amigo y yo debíamos de desprender esa tristeza madrileña de los que buscan piso, así que Jeny debió de sentir una compasión que la volvió más guapa, nos dijo que se llamaba Jeny y que ella sabía cuál era el piso en alquiler, justo enfrente del suyo, muy mono, si queríamos nos lo enseñaba y así nos hacíamos una idea, incluso ella podría hablar con el dueño si estábamos interesados.

Mi amigo y yo, que coincidimos en la afición por apuntarnos a un bombardeo y que a esas alturas ya habíamos sustituido el interés por el piso en alquiler por el interés por Jeny y por la casa de Jeny, intercambiamos una mirada rápida, nos deshicimos en muestras de agradecimiento hacia Jeny y seguimos a Jeny a través de un portal y una escalera que no merecen atención. Jeny nos iba diciendo que la casa merecía mucho la pena, que el vecindario era estupendo, gente joven, maja y respetuosa, la mayoría gay, gente que no se metía con nadie y que ayudaba si era preciso, ella estaba muy contenta, la única transexual del edificio, vivía allí con su novio, que estaba trabajando, desde hacía un par de años. Nos enseñó su casa, desde principio a fin porque era idéntica en distribución a la que se alquilaba y también, se notaba, porque estaba muy orgullosa de ella. Era una casa oscura, estrecha, vieja, con una reforma muy modesta, una casa imposible para alguien como mi amigo, una casa motivo de suicidio para mí. Sé que los dos sentimos una cierta y extraña culpabilidad por encontrarla deprimente, porque Jeny nos la enseñaba con una alegría realmente envidiable. La tenía muy curiosa, muy limpia, extremadamente ordenada, con pañitos y cortinitas y marcos de foto baratos. En el salón había una mesa camilla con tapete de ganchillo o algo así y un sofá floreado, una tele y algunos adornos equidistantes entre el feísmo y la inocencia. Y en la pared colgaban varios retratos de Jeny, fotos ampliadas, expresamente escogidas porque Jeny se veía favorecida, muy femenina, casi sugerente, casi sexy. Los marcos eran finitos y dorados. Había una de Jeny con su novio, muy sonrientes, abrazados, posando para la felicidad. Después Jeny nos dio su teléfono e insistió en que la llamáramos si estábamos interesados en el piso y ella podía hacer algo. Alguien la tendrá ahora de vecina. Una buena vecina, la única transexual del edificio.

Armados con bates de béisbol, barras metálicas y puños americanos, un grupo de entre 10 y 15 hombres, ocultos y protegidos por cascos de moto, insulta y agrede brutalmente a los transexuales que se prostituyen en la Castellana. La calle es, en general, su única posibilidad laboral. Recuerdo cuando mi amigo y yo nos encontramos a Jeny en la calle.

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