ENRIQUE GIL CALVO

Ibarretxe

El resultado de las elecciones vascas del domingo pasado ha sido sorprendente. Al menos así lo ha sido para todos aquellos que, confundiendo nuestros deseos con la realidad, habíamos apostado por una mayoría constitucionalista, por relativa o suficiente que fuese, como la mejor solución posible para darle una salida constructiva al impasse en que se hallaba encerrada Euskadi tras la ruptura de la tregua-trampa que había embarcado al PNV en la aventura de Lizarra.

Pero nos equivocamos. Y nuestro error ha resultado ser doble. Ante todo, nos engañamos al desconfiar de las enc...

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El resultado de las elecciones vascas del domingo pasado ha sido sorprendente. Al menos así lo ha sido para todos aquellos que, confundiendo nuestros deseos con la realidad, habíamos apostado por una mayoría constitucionalista, por relativa o suficiente que fuese, como la mejor solución posible para darle una salida constructiva al impasse en que se hallaba encerrada Euskadi tras la ruptura de la tregua-trampa que había embarcado al PNV en la aventura de Lizarra.

Pero nos equivocamos. Y nuestro error ha resultado ser doble. Ante todo, nos engañamos al desconfiar de las encuestas preelectorales, pues interpretamos el abultado voto oculto que revelaban los sondeos en un sentido exclusivamente constitucionalista, cuando en realidad no ha sido así. Es verdad que el incremento de la participación ha beneficiado en alguna medida al PP, y algo menos al PSE. Pero en realidad, quien se ha llevado casi todo el voto oculto ha sido Ibarretxe, el gran vencedor de estos comicios. Y ninguno de nosotros lo previó, pues todos creíamos que la crecida de la participación tenía que favorecer a los constitucionales en mayor medida que a los nacionalistas. ¿Por qué?

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La razón se debe al segundo error, que fue subestimar la confianza que el electorado vasco había depositado en el lehendakari Ibarretxe, a quien se le han perdonado todas sus debilidades ante la ruptura de la tregua. ¿Cómo explicarnos hoy semejante fidelidad, que ha roto lo que parecía evidente visto desde Madrid, que era el deber cívico de castigar a un Gobierno incapaz de rectificar ante la escalada terrorista? ¿Acaso la crecida del voto nacionalista indica que se ha impuesto el patriotismo de partido sobre el patriotismo cívico? Algo de esto puede haber sucedido, si tenemos en cuenta la sensación de acoso mediático que han sufrido, pues el síndrome de Numancia asediada refuerza la solidaria cohesión del espíritu de grupo. Pero en todo caso, lo que desde Madrid hemos infravalorado es el arraigo del nacionalismo vasco.

Uno de los más citados analistas del nacionalismo, Anthony Smith, ha comparado dos formas contrapuestas de teorizar el fenómeno nacionalista: bien sea como gastronomía, mera invención de los empresarios políticos, o como geología, producto institucional de la sedimentación histórica. Pues bien, Aznar ha cometido el error de creer que el nacionalismo vasco, como el catalán o el gallego, no sería más que un invento retórico, cuyo fraude bastaría denunciar con airado vigor para que los ciudadanos entrasen en razón desertando de él. Y no ha sido así. Por mucho que los heraldos de Aznar hayan alzado su denuncia profética, los electores vascos les han ignorado, permaneciendo fieles a una geología moral que tanto les hace desconfiar de Madrid.

Reconocidos los errores, pues lo sabio es rectificar, ahora es preciso explorar las salidas. ¿Qué puede pasar? Afortunadamente, la confianza puesta en el lehendakari por sus votantes ha sido tan elevada que su cosecha de escaños ha sobrepasado el umbral que le haría depender de EH o IU, pues su propia coalición supera a la que podrían formar PP y PSE. Este excedente de escaños a favor de Ibarretxe es la mejor noticia salida de las urnas, junto con la caída del voto radical. Pues un resultado de empate entre bloques, o de superioridad insuficiente, habría hecho al lehendakari rehén de Madrazo y de Otegi.

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Más aún: la victoria de lbarretxe es tan nítida y consistente que puede elevar su autoridad moral, haciéndole capaz de sobreponerse a las presiones que pueda recibir de Arzalluz o Egibar. Se recordará la obra de Anouilh Becket o el honor de Dios. En ella, el canciller del reino, para hacer honor a su cargo, se atreve a resistir las presiones del monarca, que le exige obediencia contra el interés común. Pues bien, en ese mismo dilema se encuentra hoy Ibarretxe. ¿Se plegará a las presiones que le exijan obediencia a un programa soberanista en el que no parece creer, y que, desde luego, no conviene a los plurales intereses de su ciudadanía? ¿O hará honor a su cargo, a fin de sentar en su nueva legislatura los fundamentos de la reconstrucción civil de Euskadi?

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