Columna

Toros toreros

Ayer recibí un e-mail en el que un amigo me decía: 'Torear la conciencia del dolor es, en mi opinión, el fin de la existencia'. Mi amigo ama a los animales y abomina de la crueldad; detesta, en consecuencia, la fiesta taurina. Es curioso que, en esa máxima de trascendencia última ('... el fin de la existencia ...', dice), mi amigo utilice la imagen del toreo como un arte vital para evitar, para esquivar, para burlar el dolor. Acababa de leer las declaraciones de Manuel Vicent en relación al libro Antitauromaquia, una recopilación de artículos del autor sobre la lidia, que publica...

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Ayer recibí un e-mail en el que un amigo me decía: 'Torear la conciencia del dolor es, en mi opinión, el fin de la existencia'. Mi amigo ama a los animales y abomina de la crueldad; detesta, en consecuencia, la fiesta taurina. Es curioso que, en esa máxima de trascendencia última ('... el fin de la existencia ...', dice), mi amigo utilice la imagen del toreo como un arte vital para evitar, para esquivar, para burlar el dolor. Acababa de leer las declaraciones de Manuel Vicent en relación al libro Antitauromaquia, una recopilación de artículos del autor sobre la lidia, que publica en Aguilar junto al dibujante Ops (El Roto). Había leído también recientemente su última columna publicada al respecto en este periódico, titulada Más toros, en la que Vicent relata con sensible precisión el proceso por el que atraviesa el toro desde que pace tranquilamente en el campo hasta que es empujado al coso: se trata, en sentido estricto, del pavoroso relato de un secuestro.

Aquel texto me recordó, a su vez, un cortometraje que vi hace algunos años y del que lamento no disponer de los datos suficientes para identificarlo, aunque el impacto que me produjo le hace merecerlo. En él, el espectador asistía sobrecogido a una serie de violentísimas imágenes, estremecedores sonidos, angustiosas oscuridades, que transmitían la tortura y el pánico al que estaba siendo sometido alguien que no podía reconocer. Hasta que la pantalla se volvía una luz cegadora e hinchada de clamor humano y veíamos cómo unas puertas que dejaban paso a ese estruendo eran las del toril por el que aparecía, con un desconcierto desorbitado, el ser que así había sido arrastrado hasta allí: un toro.

Dice Vicent, manifiestamente antitaurino pero cultivado acaso o curtido por la experiencia: 'No, ya no me enfado por nada; además yo no quiero que se prohíban los toros (...), yo lo que quiero es que se fomente lo demás'. Y se escandaliza de que el rito haya 'elevado la crueldad a costumbre' y que 'metamos a los toros en la categoría de cultura, de arte'. A mí, menos cultivada acaso o menos curtida por la experiencia, no sólo me sigue enfadando esta práctica brutal en la que se tortura vilmente a un animal, sino que quiero, por supuesto, que sea terminantemente prohibida. En lo que al supuesto arte respecta, he de decir que me avergüenza que Madrid sea una de las plazas por excelencia de una de las tradiciones más perversas que se pueda imaginar: aquella que disfraza de belleza el dolor infligido a un animal, aquella que tilda de cultural el maltrato a un ser inocente. Y he de decir que me desconcierta, o mejor (porque aún no he alcanzado el estoicismo mediterráneo de Vicent), que me indigna que los medios de comunicación democráticos y progresistas sigan reservando un espacio para cubrir la atrocidad de esa fiesta: este periódico, sin ir más lejos; nunca lo entenderé.

En el prólogo de esa Antitauromaquia, Vicent reflexiona: 'La vida te va despojando de todos sus elementos irracionales y quedas a merced de una desnuda inteligencia laica, sin adherencias mágicas. En efecto, la ecología, el amor a los animales, es una clase de laicismo de la naturaleza. O si se quiere, una mística nueva basada en una unión con ella, no contaminada por violencia alguna. Creo que no tenemos derecho a gozar imaginando que hacemos sufrir a los animales, pero, sobre todo, creo que no se puede sustentar como espectáculo la muerte festiva de un toro que un día también podría ser nuestra muerte. En esto se basa esta antitauromaquia. No es un arte de torear al revés, sino una apuesta por no torear nada ni a nadie salvándonos de la crueldad'. Entonces volví a recordar la máxima vital del e-mail de mi amigo y me di cuenta de que sí, de que lo único que hay que torear es el dolor, o su conciencia, y que, en una paradoja que quisiéramos para siempre erradicar, torero es el toro. Intenta ser torero ante esas bestias que le secuestran, le humillan, le dan puyazos, le clavan banderillas y espadas, le arrodillan, ensangrentado y exhausto. Cómo intenta el toro torear el dolor, consciente ya del fin (y del final) de su existencia. A partir de ahora, cuando oiga ese epíteto, ¡torero!, que se exclama ante el valiente, ya no sentiré la repugnancia que me producía esa identificación, sino la tristeza por esa innecesaria y cruel torería que se le exige al toro.

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