Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL

Lúdica Hispania II

Nadie necesita persuadirme de que la cocina española es una de las mejores y más variadas del mundo; que sea además tan saludable es regalo suplementario. También sé de sobra que no hay jamón comparable al ibérico y que lo mismo puede decirse de algunos de nuestros vinos, junto con algunos franceses y algún que otro surafricano. En lo que se refiere a los quesos, los hay modélicos en su clase, como la torta de Casar o el cabrales, aunque no estén fijados en sus características como lo están los no menos excelentes gruyère o parmesano. Y seguro que es una injusticia ...

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Nadie necesita persuadirme de que la cocina española es una de las mejores y más variadas del mundo; que sea además tan saludable es regalo suplementario. También sé de sobra que no hay jamón comparable al ibérico y que lo mismo puede decirse de algunos de nuestros vinos, junto con algunos franceses y algún que otro surafricano. En lo que se refiere a los quesos, los hay modélicos en su clase, como la torta de Casar o el cabrales, aunque no estén fijados en sus características como lo están los no menos excelentes gruyère o parmesano. Y seguro que es una injusticia que todo eso no sea más conocido y, en especial, más reconocido en el mundo entero. Más que a una conjura habrá que atribuirlo a que se trata de productos caros, difíciles de popularizar. De ricos.

Lo que ya no me parece tan fácilmente admisible es que los placeres de la mesa se hayan convertido no ya en los primeros, sino en poco menos que los únicos para una buena parte de los españoles, especialmente a partir de la ceremonia del matrimonio. Eso no sucede en ningún otro país que yo conozca. No es ya la exigencia diaria de satisfacciones sencillas, pero genuinas -tortilla de patata, huevos con chorizo-, sino, sobre todo, el impulso que lleva a proyectar un fin de semana, un puente, en función de este tipo de satisfacciones. Se dará toda clase de motivos que justifiquen el turismo rural, pero su objetivo último es siempre gastronómico. Como la elección de escenario para las vacaciones: sea mar, sea montaña, lo fundamental es ponerse morado de mariscos, de morcilla, de lo que sea. La disco es para adolescentes, y lo de ligar en la playa, obnubilados por el sol y los cubatas, propio de una etapa prematrimonial. A la que se sienta cabeza y él y ella se casan, se elige un pueblo para pasar el puente y, una vez allí, se encarga un lechal directamente al pastor -o un cabrito o un cochinillo-, se le lleva a la tahona, se le hace asar con unos pimientos y se le come. Y se aprovecha la excursión para comprar embutidos o quesos o vinos. Y si llueve, ¡a coger caracoles! En cuanto al paisaje, ni mirarlo. O mirarlo sin verlo. Sin enterarse.

Lo mismo sucede con las fiestas y celebraciones populares. Se tira la cabra desde lo alto de un campanario, se rompe el pescuezo de los gansos, se mata el cerdo, se da suelta a un novillo con estopa encendida en los cuernos, cosas así. Pero la verdadera celebración es la comilona. Y el vino, el vino en cantidad. El consumo en plaza pública de determinados litros de vino constituye en sí mismo una especie de ceremonia de iniciación, el paso que separa al adolescente del hombre. Comer y beber hasta enajenarse, resurgir de ritos ancestrales, fastos en los que los curas párrocos han desempeñado por lo general un papel nefasto en la medida en que, al coincidir con la festividad del patrón o patrona del lugar, con su colaboración creen contribuir de algún modo a que las masas descristianizadas vuelvan a tomar contacto con la Santa Madre Iglesia.

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Su error es evidente. Como también lo es considerar que semejantes celebraciones regresivas signifiquen una especie de antídoto contra la era global que nos ha tocado vivir. La globalización no supone una realidad distante y abstracta, contrapuesta a la consistencia física entrañable de una fiesta local. Al contrario: lo global asume ese carácter palpable del particularismo, lo expande, le da resonancia. La proliferación de singularidades irreductibles, intercomunicadas por el uso del teléfono móvil y de la videocámara y por el culto a similares engendros televisivos es, en realidad, el marco ideal para la buena marcha de los negocios. El color local estimula el consumo y las ansias viajeras, incitando a una especie de zapeo, no virtual, sino real. La formación de la propia identidad merced a la recuperación de tradiciones perdidas o en trance de perderse, reales o inventadas, es un fenómeno característico no ya de la España autonómica, sino del mundo entero. Un mundo en el que la uniformación del gusto casa perfectamente con la transformación de todo género de tradiciones perdidas en espectáculo, de manera que las prácticas caníbales de Atapuerca y las aficiones secretas del popular Dr. Hannibal Lecter se convierten en simples variantes de una realidad tan plagada de sorpresas que casi se confunden con la propia de un parque temático.

La verdadera negación tanto de la globalización del gusto como de la exaltación de toda clase de festejo regresivo, lo representa el silencio que hace posible el discurso interior; la ausencia de prisas y el sosiego que propician el ejercicio del intelecto y la educación de la sensibilidad; la independencia de espíritu necesaria para apreciar cosas tan diversas como la belleza de un movimiento, de una luz o de ese impulso que ha llevado al ser humano a elevarse sobre sí mismo por medio de la representación artística. Por el contrario, rebuscar en las raíces, resucitar festejos no sin motivo extraviados, no es más que dar amenidad a la globalización del gusto. Una globalización que, en el caso de España, alcanza ya a lo más fundamental de lo que se celebra, esto es, a lo que se come y se bebe. Y es que, por mucho que no se escatimen elogios a las excelencias de la dieta mediterránea, el consumo, en la práctica, va por otro lado. Los jóvenes y sus litronas, sus cartones de vino, sus botellones, sus pizzas, sus hamburguesas, sus helados, sus bolsas de guarrerías, sí, pero también los adultos, según se van dejando ganar tanto por la novedad del sabor como por la facilidad que representa encargar una pizza por teléfono o rasgar una bolsa de celofán. Todo un futuro presidido por los efectos de las grasas poliinsaturadas en el organismo, bulimias y anorexias, discapacitaciones y atrofias, procesos metabólicos y excesos de peso que han llevado al desesperado alcalde de Filadelfia a proponer a los habitantes de la ciudad un adelgazamiento lineal a razón de tonelada diaria. Efectos indeseados que también aquí se empiezan a percibir con independencia de la edad de la persona, no menos en los grupos de colegiales que en los de jubilados, de forma que la clásica expansión abdominal que imprime a la silueta un aire de monovolumen va siendo sustituida por formas más orondas y globales, contornos de peonza, concentración de michelines. Y sin que ni tan siquiera se vislumbre un Goya capaz de dar expresión artística a todo eso.

Luis Goytisolo es escritor.

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