Columna

Taiwan y Valldoreix

Tengo una fotografía tomada en Taiwan. Detrás de mis dos amigos fotografiados en tan exótico país aparecen unas casas adosadas que son exactamente iguales a las que veo en Sant Cugat. Exactamente iguales. Enfrente hay una calle tan mal acabada como las de las urbanizaciones españolas, y las farolas que iluminan el conjunto son de un diseño más o menos catalán, o sea, horribles. Detrás, una colina como las de Valldoreix. Te comes la misma hamburguesa en Chicago y en Taiwan, y pronto será de la misma vaca loca, también allá, en las antípodas. Los que rodean a mis amigos de la foto son est...

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Tengo una fotografía tomada en Taiwan. Detrás de mis dos amigos fotografiados en tan exótico país aparecen unas casas adosadas que son exactamente iguales a las que veo en Sant Cugat. Exactamente iguales. Enfrente hay una calle tan mal acabada como las de las urbanizaciones españolas, y las farolas que iluminan el conjunto son de un diseño más o menos catalán, o sea, horribles. Detrás, una colina como las de Valldoreix. Te comes la misma hamburguesa en Chicago y en Taiwan, y pronto será de la misma vaca loca, también allá, en las antípodas. Los que rodean a mis amigos de la foto son estudiantes de una universidad; tienen apariencia oriental, sus rasgos son orientales, pero visten exactamente igual que los alumnos de la Autónoma o de la Pompeu Fabra. Taiwan está tan polucionado como la antigua Alemania del Este y por todas partes asoma la fealdad.

Proyecto Pàmies para un plan hidrológico personal en la senda de las directrices de Aznar: ahorro y reciclaje de aguas con un par de ellos

Intentando ver una película de Robert de Niro, me lancé ayer a unos multicines en la antigua Maquinista, en Sant Andreu. Ahora es un impresionante centro comercial de digna arquitectura, eso sí, pero de contenido indefectiblemente clónico. Igual a los que ya había visto en Houston, Estados Unidos, en los años ochenta: es decir, con tiendas de moda juvenil una al lado de la otra, con Burger Kings y similares por doquier, y todo repletito de escaleras mecánicas. Ninguno de los usuarios en esta jornada de marzo del extrarradio barcelonés superaba los 25 o 27 años; ellas iban todas con pantalón, jersey y zapatos de horma masculina, y ellos eran todos renegrits avant la lettre. Ninguno, menos el camarero de probable origen caribeño que nos sirvió unas tapas prefabricadas (pues había jamón, pero no el personal para cortarlo), me pareció sexualmente apetecible. Así que yo miraba aquella humanidad formalmente idéntica, cuya única y mínima diferencia estriba en la cantidad de palomitas que acaban como triste desecho en el suelo del multicine: seguramente pocas en EE UU, bastantes más en España y tal vez aún más en Taiwan.

No es de extrañar que para los jóvenes la vida no tenga demasiado sentido; en realidad, no saben muy bien a qué pertenecen, salvo a sus marcas. '¿Cuál sería su mayor desgracia?', le preguntaron a uno. 'Tener que usar mis sneakers de la misma marca que el año pasado', contestó. 'Claro que, para lo que hay que ver, sería una catástrofe'.

Deberíamos pertenecer a algo, me dijo un día un gran sabio -un país, una creencia, una ideología-, y seguramente por eso en Cataluña el nacionalismo cuaja tanto: se creen que pertenecen a una causa, cuando en realidad esta causa les impide ver el mundo.

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