Columna

Perderse

Por decreto de la autoridad, el día de hoy sólo tiene 23 horas. Ni Napoleón en todo su esplendor se atrevió a implantar tamaña procacidad. Inútil reclamar esos 60 minutos fantasmales en el Departamento de Objetos Perdidos del Ayuntamiento. Porque no se trata de tiempo perdido, ciudadanos, es tiempo arrebatado por el morro, por testículos. El reloj ha detenido el tiempo en sus manos, sí, pero, en vez de hacernos una noche perpetua, ha entrado a saco en la caja de caudales de nuestra principal cuenta corriente, el tiempo. ¿Dónde coño han escondido esta hora esquiva? ¿Cómo vamos a dar cuenta de e...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Por decreto de la autoridad, el día de hoy sólo tiene 23 horas. Ni Napoleón en todo su esplendor se atrevió a implantar tamaña procacidad. Inútil reclamar esos 60 minutos fantasmales en el Departamento de Objetos Perdidos del Ayuntamiento. Porque no se trata de tiempo perdido, ciudadanos, es tiempo arrebatado por el morro, por testículos. El reloj ha detenido el tiempo en sus manos, sí, pero, en vez de hacernos una noche perpetua, ha entrado a saco en la caja de caudales de nuestra principal cuenta corriente, el tiempo. ¿Dónde coño han escondido esta hora esquiva? ¿Cómo vamos a dar cuenta de ella en el juicio final? ¿Qué pensarán de nosotros los marcianos?

Si la vida es eterna en cinco minutos, esto vale una pasta. El tiempo es oro y, en consecuencia, las autoridades deben indemnizar a los contribuyentes por esta irreparable pérdida. Las razones de Estado nos arrebataron una hora de vida, pero el pueblo se venga con teorías montaraces que pudieran herir suceptibilidades ortodoxas. He aquí un ejemplo: la vida consiste en encontrarse uno a sí mismo e incluso a otras personas; pero nadie se encuentra si no está previamente perdido. De tan inocente obviedad emana un corolario asilvestrado que provoca inquietud en el estómago: para encontrarse a sí mismo, e incluso a los demás, no hay más remedio que perderse y perderlos a todos ellos de vez en cuando, perder hasta la vergüenza si fuere menester, pero jamás perder la compostura ni mucho menos los papeles.

Los madrileños pierden cosas extrañas, porque no es de recibo que un cojo despiste las muletas en el metro, ni que un emisario extravíe un par de tetas de silicona en un taxi, o que un desventurado olvide su dentadura postiza en el autobús, o que un inválido deje tirada como una colilla su silla de ruedas. La pérdida de móviles rebaja el número de fechorías, porque sin móvil no hay crimen. De todo lo cual se colige que los perdedores siempre podrán esgrimir argumentos metafísicos para justificar sus frustraciones. La perdición tiene su aquél. Hay que perderse como Dios manda. Y, hablando de Dios, bueno, adiós.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En